Teoría del sí
Desconozco en qué consiste la campaña del “No es no”, pero me temo que todo lo que no sea educar desde la infancia en la contingencia del fracaso, incluso del rechazo previsible, no dará resultado
Nada debe haber más gratificante que escuchar un sí. Por eso pienso que también debe ser muy duro escuchar cuando nos dicen no. Cuando yo era mozo, había una canción que bailábamos en un club de mi barrio cuya letra decía algo así como que los chicos nos veremos tristes y amargados/ nos veremos tristes y sin amor/ porque la chica de al lado nos dijo no. Paradójicamente, esa noche bailábamos esa canción con una chica que nos había dicho sí.
No sé por qué tengo la impresión de que en mi época, allá por la década de los sesenta del siglo pasado, los chicos estábamos más preparados para oír la respuesta fatídica, ese monosílabo inequívoco que daba por tierra con todas nuestras esperanzas de un primer amor de juventud. Las chicas nos decían no y nosotros entendíamos instantáneamente el mensaje. No, era no. A lo mejor magnifico e idealizo. Pero en mi barrio las leyes eran esas. Estaban escritas en nuestro imaginario. Y todos, muy tristes y amargados, después del devastador no, nos volvíamos a casa resignados con nuestro fracaso.
Cuando llegué a Barcelona en 1970, lo primero que hice, después de encontrar una faena, fue buscar un bar y una biblioteca donde leer. En la Universidad Central de Barcelona encontré la biblioteca. Y en la calle Aribau, a unos metros del antiguo cine Central, encontré el bar Carbó (hoy, ambos desaparecidos), donde me dejaban leer durante horas sin casi consumir nada.
Un día me encontré en ese bar con una chica que había estado observando en la biblioteca de la universidad. La observaba porque leía ensimismada Últimas tardes con Teresa, la novela de Juan Marsé que yo ya había leído en Buenos Aires. Me acerqué hasta su mesa y le pregunté si me dejaba invitarla a un café. Me miró como si acabara de venir de Marte y me preguntó, ¿por qué? Me quedé de piedra, atónito ante una pregunta que tenía todo el aire de una duda ontológica. Yo todavía de pie, le pregunté si eso era un sí o un no. Y ella me contestó que ni una cosa ni la otra. Solo quería saber por qué la invitaba si no nos conocíamos de nada. Casi con terror me senté a su mesa para paliar de alguna manera la vergüenza que comenzaba a devorarme y que ya iba siendo de dominio público. No le dije que si hubiera sido un chico, igual le hubiera invitado a tomar un café, porque a mí lo que me interesaba en realidad era hablar con alguien, y si encima podía ser sobre la Teresa de Marsé, miel sobre hojuelas. No se lo dije porque hubiera sido una falta de delicadeza. Le contesté que tenía razón, que después de todo quién era yo para invitar a nadie así por las buenas. Le pedí perdón y regresé a mi mesa.
Dijera como lo dijera, esa chica me dijo rotundamente no. Estaba en su derecho. Y en esa materia yo tenía alguna experiencia. Porque en el baile de mi barrio no siempre las chicas te decían que sí cuando las invitabas a bailar. No le di más importancia, además de ir comprobando, dicho sea de paso, que en Barcelona no es fácil invitar a un conocido o a un saludado a tomar un café (en lugar de estarse de pie largos minutos en la calle hablando) y que te digan sí, vale, tomemos ese café.
Este rodeo que doy viene a cuento de la decisión de algunos ayuntamientos de España de poner en marcha una campaña titulada algo así como "No es no". Tal campaña viene a sumarse a otras orientadas a extirpar del imaginario masculino la idea de que cuando una mujer le dice a un hombre no, eso para el hombre en cuestión significa que es un sí. No tengo ni idea cómo se lleva a cabo esa campaña. Desconozco sus eslóganes y sus consejos. Pero mucho me temo que cualquier iniciativa que no vaya orientada a educar desde la infancia en la contingencia del fracaso (sea sentimental, profesional o intelectual), en el siempre probable no, incluso en la tristeza del rechazo previsible, no obtendrá los resultados necesarios para extirpar esa temible lacra social del sí es sí porque yo lo quiero.
A quién no le gustaría oír el sublime sí de Molly Bloom sonando en sus oídos, hacia el final del Ulises, de James Joyce. Oír ese palpitante “sí yo dije quiero sí”. En mi antiguo barrio, me parece que aprendimos que el sí de una chica, ese milagroso sí, nos lo teníamos que merecer.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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