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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Réquiem por el thatcherismo catalán

El secesionismo afloja el lastre del déficit fiscal al reconocer que no dispondría de más dinero nuevo: solo indirecto, vía capacidad de endeudarse

Xavier Vidal-Folch

El réquiem (relativo) por las balanzas fiscales —más exactamente, por el abuso político de las mismas— es un hecho. Lo entonan ya, también, los nacionalistas. Así lo apunté en Réquiem por el déficit fiscal (EL PAIS, 5 de agosto), educadamente replicado por el ex secretario de Economía y Finanzas de la Generalitat, Albert Carreras con El déficit fiscal está muy vivo (EL PAIS, 8 de agosto) donde, en efecto, parece sostener que el déficit fiscal sigue “muy vivo”.

Oteo con humor la caricatura de mi argumento, pues no he “desacreditado” la existencia de un déficit fiscal catalán (aunque la cuantía oficial merezca discusión) ni anuncié su réquiem: solo señalé que muchos de sus propagandistas así lo hacen, aunque “discretamente”.

Pero esa dialéctica no es lo esencial. Lo esencial es que Carreras concluye en su réplica que: “Un consejero de Economía de una Cataluña independiente no dispondría, con las pobres cifras del año 2015, de los 16.000 millones como consecuencia del saldo entre la recaudación y el gasto público catalanes”. Albricias. Es lo que recordaba mi artículo, contra la interpretación exagerada de la balanza fiscal puesta en boga por Artur Mas: “Si Cataluña se convierte en un Estado dispondría de entre 12.000 y 15.000 millones que ahora no tiene” (La Vanguardia, 28 de abril de 2015). Y que Josep Borrell y Joan Llorach aclararon: “No es cierto que todos los famosos 16.000 millones de euros del saldo de la balanza fiscal estuviesen disponibles contantes y sonantes” (Las cuentas y los cuentos de la independencia, editorial Catarata).

La obsolescencia del uso de la balanza fiscal como explicación de una presunta asfixia de Cataluña (y pues, de la urgencia de independizarse) tomó cuerpo antes del antedicho reconocimiento de Carreras. Ya su ex jefe, el ex consejero Andreu Mas-Colell, se distanció del talibanismo en el uso de esa balanza: “En la relación con España, el problema económico fundamental de Cataluña no es el déficit fiscal”. (Per què cou el dèficit fiscal, Ara, 24 de julio). Así que el thatcherismo catalán, o sea la focalización exclusiva —repito, ¡exclusiva!— en el saldo neto entre la contribución y el retorno presupuestario, aislado de las relaciones comerciales, inversoras y financieras, merece otro réquiem.

Ahora bien, Carreras (como antes el propio Mas-Colell y Sala Martín), desplaza la disposición directa de ingresos a la indirecta: al uso de la capacidad de endeudamiento. “Si Cataluña fuese independiente podría aspirar a endeudarse por este importe” (los 16.000 millones; o la horquilla de 12.000 a 15.000 de Mas), arguye, “porque habría dejado de contribuir por este importe a los gastos del Estado español”.

¿Qué ha sucedido en la práctica? Que Cataluña ha podido efectivamente endeudarse por esa cantidad, sin ser independiente, ni jurídicamente nada más que una comunidad autónoma. Aunque no sea el instrumento óptimo —minimiza la corresponsabilidad propia del autogobierno— el Fondo de Liquidez Autonómico (FLA), junto con mecanismos similares, ha dispensado a la Generalitat en el cuatrienio de 2012 a 2015, ambos incluidos, 52.141 millones de euros. Más de 13.000 millones anuales (Expansión, 31 de julio).

Y ha ocurrido también que, antes de Mas, la Generalitat se endeudaba con facilidad en los mercados financieros doméstico e internacional. Quizá el abuso de este recurso es lo que acabó colapsándolo: en los cinco años de Gobierno Mas y siendo Albert Carreras secretario general de Economía, la deuda pública de la Generalitat se duplicó, pasando de 35.616 millones heredados (2011) a 72.255 millones (2015), a un ritmo de 7.327 millones anuales; frente a los 3.528 millones anuales del septenio tripartito de Pasqual Maragall y José Montilla (2004-2010).

De modo que endeudarse no es la cuestión. Si acaso lo que se dirime es la elección autónoma (si quieren, soberana) sobre cómo y dónde endeudarse, si con el Estado español, el ahorrador local o los mercados internacionales. Es el único margen de maniobra posible, el relativo a la modalidad, porque la cuantía de la deuda (hasta dónde endeudarse) está limitada a los Estados europeos desde Maastricht (60% del PIB): carecen de soberanía sobre ella, y sería significativa pues permitiría políticas más anticíclicas. Y las sucesivas reformas del Pacto de Estabilidad —como la de 2011 sobre el Reglamento UE 1467— han reforzado este requisito: hasta el punto de que los sobre-endeudados deben rebajar su deuda total a razón de medio punto anual.

Así que, en esencia, el eventual beneficio fiscal de la independencia se circunscribiría a la facilidad de elección sobre la modalidad de la deuda. Ni siquiera sobre su tamaño. Sería arduo concluir que eso pueda suponer un argumento seductor y convincente en favor del proyecto secesionista.

 

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