Una historia gandesana
Muchas cosas que le pasa a la gente en el mundo, ocurren en Gandesa. Y a veces pienso que aquí, en este remoto paraje, a su vez ocurren cosas que no ocurren en ninguna otra parte
Para Lola Fuster y Miquel Meix
En el salón de mi casa, tengo colgado un cuadro del pintor Diego Giménez Cervantes (Torrevieja, 1935). Con mi mujer decidimos que esa obra debía ocupar un lugar privilegiado. Cuando alguien entra en casa, observo cómo se queda unos segundos mirándolo. La pintura no tiene título, pero está plena de colores, formas dispuestas bajo una lógica que desconozco y que no atino a descifrar, entre otras razones porque tampoco me interesa descifrar nada. Me suele pasar, a diferencia de la literatura, con el arte pictórico.
Hace unos días estuvo en casa la escultora mallorquina Lara Fluxà y vio el cuadro. Aproveché la ocasión para preguntarle qué le parecía. Me gusta, me contestó instantáneamente. La respuesta me tranquilizó, no tanto porque a ella le gustara el cuadro (que también, claro) como por descubrir que el hecho de que me gustara a mí y a mi mujer de pronto adquiría sentido. Lara Fluxà me habló de líneas, equilibrio, profundidad, conceptos que ella esgrimía delante de nosotros como si estuviéramos en el mismísimo Museo Nacional de Arte de Cataluña.
Diego vive en Gandesa. A veinte metros de la casa familiar de mi mujer, donde pasamos algunos meses del año. Gandesa tiene actualmente unos 3.000 habitantes. Se asienta sobre un terreno plano de secano, rodeado de montañas y viñedos. Me cuesta mucho no ver en sus alrededores reminiscencias toscanas. Gandesa es un microcosmos. Muchas cosas que le pasa a la gente en el mundo, ocurren en Gandesa. Y a veces pienso que aquí, en este remoto paraje, a su vez ocurren cosas que no ocurren en ninguna otra parte. Un día le pregunté a Diego cómo llegó a estas tierras y me contó que haciendo la mili en 1956. Formaba parte de una brigada encargada de recoger las bombas que no habían explotado durante la guerra civil. Luego todo transcurrió como suele pasar en la vida. Conoció a una chica del pueblo, se casó, trabajó como paleta, luego como jefe de obras en el ayuntamiento, tuvo hijos, uno de los cuales fue diputado en el Parlament de Cataluña durante el Tripartito. ¿Por qué pintas? Me confiesa que nunca pisó un museo. Que apenas sabe dibujar, pero que le atraen las formas. Me llamó la atención esta declaración. Rogué que me lo aclarara. “Cada cosa tiene su forma”. Se refiere a la forma de una hoja, a las formas que dibujan las sierras cercanas, las cosas y los seres que pasan antes sus ojos. Intento indagar sobre su formación pictórica. Me confiesa que ve por la tele reportajes sobre pintores y escultores. Con eso y con “la necesidad” que lo acomete muy seguido para pintar, arma su obra. Sigo pensando que Gandesa es un pueblo muy extraño. Con historias cruzadas que si yo tuviera la imaginación de un Enrique Vila- Matas transformaría en ficción.
La aceptación pictórica de Diego en Gandesa no es unánime. Como corresponde que le suceda a cualquier artista. Pero cuando organiza alguna exposición, la gente acude a felicitarlo. Sé de un abogado de Barcelona con casa en el pueblo que tiene las paredes de su casa llena de diegos. Sé de unos ingleses que volvieron a Inglaterra con cuadros y algunas esculturas suyas.
Gandesa es un pueblo extraño. Entrañable y extraño. Engancha. Enfrente de donde vivo hay una panadería. Su dueño suele sentarse a la fresca a leer. Ahora, mientras escribo esto, lo veo por la ventana devorando El abuelo que saltó por la ventana y se largó, en catalán. Cuando no me cruzo con Noemí, la médica del pueblo, lo hago con Josep Garriga, el otrora cronista de política catalana en este mismo diario, que no pierde la ocasión para recomendarme un libro que corro a comprar y a devorar como el panadero devora el suyo. El Libro de los Baltimore. Con un poco más de la cuarta parte de la población total de la Terra Alta, es impresionante la cantidad de profesionales que produce Gandesa. Arquitectos, ingenieros, médicos, periodistas (por cierto, estoy viviendo donde vivieron en el pasado los padres de Tomás Alcoverro, el histórico corresponsal de La Vanguardia en Beirut), profesores, empresarios importantes, editores claves en la historia de la producción de libros como Juan Grijalbo y Josep Lluís Monreal.
Debo encontrarme con Diego. Tiene cuadros nuevos. (“Cuando veo mis cuadros, me parece que no fueran míos”). Pero antes voy al cementerio del pueblo. Llevo unas flores para la tumba de Kenneth Frederick Nelson, un muchacho americano de Colorado que murió a los veintiún años en los alrededores de Gandesa en 1938. Defendiendo la República.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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