Al diablo se le pasó su tiempo
Satanás triunfó anoche en el Teatre Grec con 'Las brujas de Salem'
Los exorcistas aseguran que la principal astucia del diablo es convencernos que no existe. Si nos atenemos a esta aseveración Satanás triunfó anoche en el Teatre Grec. Cada vez que sus heterónimos se pronunciaban en el escenario un coro de risas arreciaba con voluble intensidad desde el anfiteatro. Demasiado católicos para comulgar con la histeria puritana que Arthur Miller invoca en Las brujas de Salem para rendir cuentas con la caza de brujas de McCarthy. A este lado de la cristiandad –por antigua más cínica– siempre se ha tenido claro que la Inquisición era un asunto de Estado y no de Fe.
También Andrés Lima debe estar convencido que este texto de 1953 –respuesta del autor a su propia persecución por el Comité de Actividades Antiamericanas– está muy lejos de las inquietudes vivas del público. Quizá anticipando su descreída respuesta equipara el drama con una coraza pedagógica para aleccionarnos sobre las motivaciones políticas de Miller y su eco en situaciones actuales. Pero ni con esas logra abortar la risa cada vez que se menciona con gravedad institucional el anticristo o los personajes son abducidos por sus espasmos de fervor religioso, sean reverendos en crisis o jovencitas proclives a hacer mal uso de su freudiana histeria.
Les bruixes de Salem
De Arthur Miller.
Dirección: Andrés Lima.
Intérpretes: Lluís Homar, Borja Espinosa, Nora Navas, Nausicaa Bonnín, Carles Canut, Albert Prat, Carles Martínez, Míriam Alamany, Carme Sansa, Miquel Gelabert, Anna Moliner, Marta Closas, Joana Vilapuig, Núria Golla, Yolanda Sey.
Teatre Grec, 1 de julio.
Solo cuando Belcebú cierra la Biblia y se coloca la toga, sólo cuando la obra se convierte en el tercer acto en un excelente relato de tribunales y el mal abstracto se hace concreto y humano y se impone la dialéctica de la justicia y su perversión por motivos espurios, el drama y su puesta en escena adquiere la grandeza que se le presupone a un texto que forma parte del canon teatral americano del siglo XX. En este tribunal de intereses enfrentados e innombrables sí que Lluís Homar, Carles Canut, Miquel Gelabert, Albert Prat, Carles Martínez, Nora Navas y sobre todo Borja Espinosa –que se impone como el protagonista John Proctor– y Anna Moliner, arman entre todos una fortísima batalla teatral, de aquellas que tensan el cuerpo y hacen avanzar el tronco y la testa hacia el escenario para intensificar el contacto con lo que allí ocurre. Porque, de repente, algo importante sucede. Y ocurre incluso en el silencio, como Nausicaa Bonnín calculando sentada y en segundo plano la amenaza que se cierne sobre su dictadura de mentiras.
Estéticamente el montaje viste un puritanismo sectario atemporal, una versión floreada de los amish o de ese conservadurismo de la América profunda que en las películas de terror es la máscara amable del mal. El escenario también busca la conexión con esa idea de comunidad. Un espacio que empieza como un esquema abierto a la curiosidad, como la de Lars von Trier en Dogville, para evolucionar hacia una metáfora de la arquitectura comunal: una iglesia-granero presidida por una horca.
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