Grandes meriendas sin estrellas
En rutas y costumbres gastronómicas populares ajenas al dictado de gurús
Se dan colas ante la barra y hasta en la calle, prisas para sentarse al lado de gente que come, charla, bebe y ríe de manera muy animada. El rumor de voces, cristales, platos y metal, los olores y humos desde la cocina, rebotan en los muros y las ventanas, tumultuosamente. La fiestecilla a veces es hiriente para quien no está acostumbrado al ruido total en los sitios pequeños cerrados, estibados.
Es el ambiente que acompaña el éxito de los lugares de comidas rápidas por necesidad, en los momentos del ocio indefinido o de descanso laboral. Se vive y se cocina en bares y cafeterías, puestos de carretera, casino de plaza o callejón, lugares de manual de bolsillo de donde hacen las buenas meriendas breves. El público habitual es militante, mueve apoyo popular, social y civil; es el flujo del mercado, la fidelidad, la costumbre.
La fama que habita en la memoria del cliente se basa en el triángulo inevitable precio-calidad-cantidad que reclama que nada sea extraño a la tradición de la casa, que los sabores y los detalles sean similares, coherentes siempre, que el comedor vea su deseo satisfecho sin chascos o demasiados experimentos.
La credencial de confianza se fija en quien lo recomienda sin interés. Para un externo acudir a estos enclaves es un viaje a tierra desconocida, y, a veces, meterse en un túnel de resistencia al ruido. Allí no se conversa, se habla poco y se prueba. Es un hecho común en las Baleares la ausencia de aislamiento sonoro o ambientación acústica de los locales públicos de restauración. Se come y se goza a deshoras, no reina la discreción, son relaciones ajenas a los secretos de los negocios, la vida privada o clandestina.
Las rutas y costumbres gastronómicas populares nacen sin el dictado de gurús de menús pequeños. Los paladares, las carteras y los gustos educados en la tradición surgen de las distintas tribus de caballistas, cazadores, conductores, funcionarios, ciclistas, jubilados prematuros, carpinteros, mecánicos, amigos y curiosos adheridos y esporádicos.
Resistentes, aguantan bares con cocina y plancha que hacen meriendas esenciales, interesantes, sabrosas. Los negocios tradicionales urbanos se esfuman por el retiro de los propietarios, la tenaza de la ley de arrendamientos urbanos, más la competencia de franquicias de marcas y la crisis.
Desde el pa amb oli gigante decorado, el catálogo sin fin de bocadillos de camallot, sobrasada, butifarró, pasando por los platos de tenedor, los contundentes preparados atávicos: frit, lengua, freixura, más pies de cerdo, lomo, costillas, callos, trempó, arenque , calamar rebozado, lomo, variado de todo, riñones, caracoles, champiñones, pop, sepia, pelotas, una selva culinaria donde flotan las cocas de verdura, los cocarrois y las empanadas diversas.
Alternan los platos de menú, comida y cena con las medias raciones, tapas y los variados. No saben de pinchos ni aires. Generalmente estos éxitos dilatados, bárbaros realmente, motivan negocios gigantes. Algunos tienen nombres. Son tierra sabatina. Entre los más sorprendentes, entre el barullo y la buena mano, está can Biel Felip, en Palma, junto a su cárcel vieja o el gigantismo de las raciones del muy frecuentado Berlín de Manacor, ambos territorio de caballistas, del trote. En Ibiza, en la Marina reinaba entre los portuarios can Peixet por su frito de pulpo —pero ha mudado— y en Mahón lo moderno es el Mercat des Peix, aun demasiado nuevo y madrileño. [Al margen quedan Es Cruce, todo un caso para multitudes como Ses Torres y sus factorías de lechonas electorales].
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