Acusación popular y chantaje
Antes que Roca, algunas honrosas víctimas denunciaron o intentaron resistirse a las extorsiones de Manos Limpias, pero fueron desoídas por los jueces o aplastadas por la apisonadora procesal de los chantajistas
El autodenominado sindicato de funcionarios Manos Limpias carece de presencia sindical en las oficinas públicas. Lleva más de veinte años ejerciendo de justiciero ultraderechista, pleiteando contra la corrupción, pero también contra cualquier persona o iniciativa progresista. Su única actividad conocida es interponer querellas por toda España contra sus pretendidos enemigos, con excelentes abogados que siguen los asuntos con apreciable dedicación y eficacia. Eso vale mucho dinero. Nadie sabía cómo se financiaba. Ahora se ha sabido, al menos en parte.
Ausbanc aparentaba ser una asociación de usuarios de bancos sin ánimo de lucro. Su presidente, Luis Pineda, presumía de sus contactos con altas esferas judiciales y se dedicaba a exigir importantes sumas de dinero a empresas y bancos, amenazando con desprestigiarles gravemente gravemente en sus publicaciones si no pagaban.
Pineda, comparte con Bernad, secretario general de Manos Limpias una ideología ultraderechista, una codicia voraz y una actividad “empresarial” similar. Por eso se asociaron. El 18 de abril el Juzgado Central nº 1 de la Audiencia Nacional les envió a prisión. Según el juez, Pineda “en cierto modo, controla y maneja” a Bernad. Ambos pactaron que Manos Limpias ejercería la acusación popular contra determinadas personas, exigiéndoles elevadas sumas de dinero por desistir de la acusación. Constituyeron, indiciariamente, una organización criminal dedicada al negocio de a amenazar y extorsionar, una verdadera mafia chantajista, armada con el uso envilecido de la acusación popular.
Según la Constitución todos los ciudadanos, aunque no sean perjudicados por el delito, pueden querellarse contra quien crean que ha delinquido, y acusarle impulsando el proceso hasta la sentencia final. Este derecho es un modo de participación cívica en la administración de justicia y es una peculiaridad española que no existe en otros países. En algunos solo se permite que acusen las víctimas o perjudicados. En otros solo pueden reclamar su indemnización. Y en otros los ciudadanos pueden participar con la acusación del fiscal, de forma adhesiva o subsidiaria. Pero en ningún país, excepto España, se permite que alguien acuse al margen del fiscal, o incluso contra el fiscal, como en el caso de la Infanta.
Desde el siglo XIX la acusación popular estaba prevista, principalmente, para acusar a los jueces por delitos de prevaricación, cohecho y otros similares. La razón de ser de la acusación popular en España siempre fue la desconfianza, la sospecha de una posible impunidad al amparo del corporativismo institucional. Al mismo tiempo, existió siempre la sospecha contraria. En textos jurídicos del siglo XIX se reflexionaba sobre el riesgo de que la acusación popular actuara por odio, codicia, “u otra pasión vituperable”. Bernad y Pineda han hecho renacer en multitud de tertulias y comentarios, aquellos viejos debates.
Hoy el derecho a la acusación popular no se prevé solo contra los jueces. Se ha generalizado a cualquier clase de querellados y delitos. Quizás porque su razón de ser, ahora, sea una desconfianza generalizada, o quizás porque ya no sea esa desconfianza sino la participación cívica altruista. Por eso el Tribunal Constitucional dice que la acusación popular “sirve para la defensa del interés común”. El problema está en cómo se demuestra eso. Pensemos que Bernad, según las informaciones, dijo al juez que lo hacía “por España”. Por puro altruismo. Pero el alcance de su verdadero altruismo patriótico sólo se pudo demostrar cuando Roca Junyent, abogado de la Infanta, lo denunció ante la autoridad pertinente, según él mismo informaba sutilmente, sin verbalizarlo, desde la puerta de su despacho de la calle Aribau, con su personalísimo aire entre gentlemen y cardenalicio.
Antes que Roca, algunas honrosas víctimas, carentes de notoriedad, también denunciaron o intentaron resistir al chantaje, pero fueron desoídas por los jueces o aplastadas por la apisonadora procesal de los chantajistas. La inmensa mayoría, sin embargo, no denunció. Temían la previsible publicidad. En unos casos, porque tienen trapos sucios que ocultar y saben que el arma más mortífera del chantajista es la veracidad de su denuncia. En otros, por el temor a la expansión irreversible del infundio. Ahora, presos los chantajistas, parece que todos lo sabían. Hasta Elvira Rodríguez, presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, se atreve a afirmar que lo sospechó siempre. O sea, cuando desempeñó los más altos cargos en los ministerios económicos de Aznar y Rajoy. Es decir, que sospechaban o sabían, pero tampoco denunciaron. Salvo los honrosos denunciantes excepcionales, puede decirse que no hay chantajistas sin trapos sucios, sin víctimas cómplices, sin cobardías interesadas o sin hipócritas tolerancias.
José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.