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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El club de las ideas muertas

Otegi no puede rechazar el pasado de violencia política de ETA porque deriva del mito de la liberación nacional vasca

Lluís Bassets

Hay gente que ama las ideas muertas, conceptos que han fracasado o ya no funcionan, pero siguen siendo útiles para obtener la adhesión de los ciudadanos y como consecuencia el poder. Moisés Naím lo ha contado en su libro Repensar el mundo (Debate), y en concreto en el capítulo ¿Qué es la necrofilia ideológica? Hay ideas, en efecto, que son auténticos zombies. Fueron concebidas para unas épocas y circunstancias que ya no existen o en todo caso no son las nuestras, y seguimos utilizándolos como si estuvieran vivas y coleando.

Las ideas muertas tienen sus clubes exclusivos, partidos a derecha e izquierda, nacionalistas o antinacionalistas, que no podrían vivir sin ellas. Entre ellas algunas son además mortíferas, es decir, pueden desbordar el pensamiento y la palabra hasta convertirse en acciones con consecuencias letales. No hay idea muerta más peligrosa que la de la utilidad y moralidad de la violencia política en defensa de una causa pretendidamente justa. La historia del terrorífico siglo XX constituye una demostración de sus efectos en la difusión del dolor y de la muerte sin conseguir ninguno de los objetivos que sus apóstoles propugnaban. También la desgraciada y nefasta peripecia del terrorismo europeo, desde las Brigadas Rojas hasta ETA.

En democracia no basta con arrumbar esa idea muerta, como ciertamente ya hemos hecho. No basta con dejar de utilizarla ni siquiera en su forma más estilizada, que es como amenaza o posibilidad de regresión. Estamos ante un zombie radioactivo al que hay que enterrar en lo más hondo de una sima mediante una condena abierta y clara, sin vacilaciones ni reservas mentales, al igual que condenamos las atrocidades del nazismo, el estalinismo o el colonialismo. Hay razones morales para hacerlo, que quede claro. Pero también las hay políticas. Esa idea muerta y mortífera, además de moralmente repugnante, ha servido para lo contrario de lo que se proponía, y en vez de liberar ha esclavizado, asesinado en vez de salvar vidas, e incluso empobrecido en vez de dar prosperidad a la gente.

Jordi Évole lleva años buscando a Arnaldo Otegi para que condene la violencia de ETA. Lo intentó en una torpe y breve conversación en 2009, cuando ETA todavía mataba, y lo ha intentado ahora en otra más larga y elaborada, cuando ETA ha dejado las armas y busca revertir su indiscutible derrota como si fuera una victoria escenográfica, que convierta el relato de su pasado en una explicación redentora en la que los terroristas muertos y encarcelados se conviertan en héroes sacrificados por la patria independiente. El principal artífice de esta mentira es Otegi, pero a la vez es también su protagonista. Es difícil saber si Otegi ha mandado mucho en ETA o incluso si es su auténtico jefe —esa fue la única y más importante pregunta que le faltó a la entrevista—, pero es seguro que, debida y fraudulentamente mandelizado, él es el principal instrumento para convertir la derrota efectiva en una victoria al menos simbólica o narrativa.

La prueba de que eso es así es su persistente negativa a condenar el pasado de violencia de ETA, con falaces y autoindulgentes argumentos que se emboscan en la simetría, la falta de condena recíproca, el sufrimiento de los presos y sus familias, y por supuesto el terrorismo de Estado. Hay un momento, especialmente esclarecedor, en el que Otegi le pide a Évole que entienda la violencia en el contexto histórico de los años 50 y 60, en el momento de las luchas de los pueblos coloniales por su emancipación. Y es esclarecedor porque ahí asoman, agazapadas, las auténticas ideas muertas que pueblan la mente de los abertzales y de sus admiradores y amigos.

A quienes pertenecen al club de las ideas muertas hay que decirles cuatro cosas bien claras. Euskadi, Cataluña y Galicia no son naciones oprimidas. No hay pueblos colonizados ni territorios ocupados en la Península Ibérica. Nunca en la historia de España han sido más libres Euskadi, Cataluña y Galicia ni más libres y prósperos sus ciudadanos. Nunca sus respectivos autogobiernos habían llegado tan lejos. Nunca sus lenguas han sido más cuidadas y protegidas, sus identidades más reconocidas, sus culturas más apreciadas. (Y aún siendo así, es todavía poco y no hay que bajar la guardia ni dejarse adormecer por los éxitos ya obtenidos).

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Nada de lo que tenga que ver con el derecho de autodeterminación, con la emancipación de los pueblos oprimidos y con la descolonización, sirve para las nacionalidades históricas españolas. El problema español no es de autodeterminación, sino de perfeccionamiento de la democracia, y en el caso catalán de resolución del contencioso surgido de la reforma del Estatut de 2006 y de la sentencia del Constitucional que lo enmienda. Y esto solo se hace con diálogo, democracia y pactos, no con el regreso de una idea muerta, utilizada por última vez tras una guerra civil en la secesión de Sudán del Sur, uno de los países más pobres y violentos del planeta.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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