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El gurú del transporte de coca afronta 30 años de cárcel

O Mulo creó escuela como piloto de planeadoras y sobrevivió a varios ajustes, pero cayó cuando aspiraba a convertirse en jefe con un último desembarco

Rafael Bugallo, El Mulo, durante el entierro de Danielito en 1993.
Rafael Bugallo, El Mulo, durante el entierro de Danielito en 1993.JOSÉ LUIS OUBIÑA

Con poco más de 20 años se consagró en Galicia como avezado patrón de lanchas, descargando cajas de tabaco para famosos contrabandistas. Su corpulencia física fue un plus para Rafael Bugallo, alias O Mulo, que igual pilotaba planeadoras como descargaba alijos o servía de guardaespaldas al capo de turno para el que trabajaba. Así estuvo varias décadas hasta que un día se cansó de ser comisionista para auparse en jefe, pero fracasó en todos sus intentos. Hoy se enfrenta a 30 años de cárcel por narcotráfico y blanqueo.

Con el cambio de las cajetillas por el hachís y luego la cocaína, Mulo se convirtió en una leyenda del narcotráfico, creando escuela entre decenas de lancheros en la ría de Arousa. Este gurú del transporte que vivió peligrosamente lograba esquivar constantemente al Servicio de Vigilancia Aduanera y a la policía, incluso en dos ocasiones a la muerte, amenazado por traficantes como él que le reclamaban su parte en los desembarcos.

A principios de la década de los noventa, Bugallo hacía negocios con Danielito Carballo, un play boy de 38 años, socio de Sito Miñanco, y heredero de una fortuna amasada por su padre, afamado tabaquero y narcotraficante, Manuel Carballo. Mulo descargaba cajas de Winston y hachís, aunque también traía alguna pequeña partida de cocaína. En una de estas idas y venidas con la planeadora, en octubre de 1992, en pleno eco de la Operación Nécora, trató de jugársela a sus compinches y acabó en el fondo de una fosa que cavaron delante de él a punta de pistola en el cementerio de Caldas.

Rafael Bugallo logró escapar milagrosamente de sus dos captores en la oscuridad de la noche, después de morderle en un brazo a uno de ellos hasta dejarlo inmovilizado. Tras aquella hazaña de Mulo, su abogado presentó una denuncia en el juzgado por intento de asesinato contra los dos traficantes, que fueron detenidos y encarcelados.

El segundo episodio acabó en tragedia. Uno de sus captores –traficante de medio pelo y con problemas psiquiátricos- retomó la venganza diez días después de salir de la cárcel con una fianza. Un domingo de las navidades de 1993, Antonio Ferreiro, armado con un rifle calibre 38, comenzó la búsqueda de Rafael Bugallo en todos cuantos bares y pubs de la zona solía estar. Entró en uno de Vilagarcía donde estaba Danielito y sin mediar palabra le disparó en la cabeza, dejándolo en coma, e hiriendo a su acompañante.

La noticia pilló a Mulo muy cerca, en Cambados, mientras el homicida se dirigía hacia allí y hacía otra parada en una pizzería donde mató a su dueño. Bugallo se encerró en casa de un amigo traficante y no salió de su escondite hasta el día siguiente, cuando supo que el homicida se había suicidado de un tiro dentro de su coche, que había aparcado sin saberlo muy cerca de su objetivo.

Dos meses después, Mulo asistía a la despedía de su joven jefe en el cementerio de Caleiro, intentando pasar desapercibido de los fotógrafos y las cámaras. Ahí comenzó su carrera en solitario hasta que en 1998 cayó en Portugal con un alijo que intentaba pasar en tres coches con los dígitos de las matrículas seguidos. En el país vecino pasó dos años en prisión.

Otro tropezón con la policía en 1995 lo confinó de nuevo en la cárcel pero salió a los pocos meses con una fianza, hasta que en agosto de 2008 quiso catapultarse como jefe con un cargamento de casi cuatro toneladas. Volvió a caer en una de las operaciones más mediáticas que se recuerdan, tras varias horas de persecución por un helicóptero de Aduanas.

Para esta operación -en la que se jugaba más de 100 millones de euros-, Bugallo había asignado a sus hijos Noelia y Nicolás de 26 y 27 años, tareas de contravigilancia en tierra que coordinaba su novia de nacionalidad colombiana. El plan era quedarse con una parte del cargamento que dos delegados de un cártel asentados en Madrid esperaban recibir.

Pero el desembarco fue un desastre para Mulo, que no contaba con la presencia de un avión de reconocimiento que sorprendió a la planeadora con el alijo cuando esta enfilaba la desembocadura del río Miño. Los tres tripulantes de la embarcación no tuvieron más remedio que tirar los fardos por la borda –de los que se recuperaron 2.000 kilos- y dejaron varada la lancha en medio de la playa de A Lanzada (O Grove), donde le prendieron fuego. Fueron los bañistas más madrugadores los que avisaron a los bomberos del incendio de la lanzadera, valorada en 300.000 euros.

Pero Rafael Bugallo volvió a salir de la cárcel al poco tiempo con otra fianza y pronto se buscó una tercera oportunidad. Empleando estrafalarias vestimentas y cambiando constantemente de peluca, Mulo organizó directamente con los proveedores de cocaína el envío de 1.500 kilogramos (poca cantidad para el volumen de cargamentos que acostumbraba a transportar) a principios de 2014. El alijo estaba llegando a su destino un año después, coincidiendo con la víspera del día de Reyes. Pero cuando el pesquero nodriza se encontraba a 650 millas de Cabo Verde, sus planes se frustraron. El efecto sorpresa que pretendía la policía funcionó y, a primeras horas de la mañana del 5 de enero, varios agentes tocaron el timbre de su chalé en Cambados, el que había reformado varias veces porque no había quedado a su gusto.

Una mujer de nacionalidad colombiana abrió la puerta a los agentes del Greco y negó que Mulo estuviera en casa, pero el registro comenzó. Una hora después, uno de los policías escuchó una respiración agitada detrás de un armario del dormitorio de la pareja y comenzaron a derribar la pared. En ese momento, Mulo salió de un pequeño zulo y dijo: “Ya sé por qué estáis aquí, pero prefería morir asfixiado que dejarme detener”.

Ahora, desde la cárcel, Mulo, de 57 años, afronta más de 30 años de prisión por dos condenas de narcotráfico y otra de blanqueo. En la primera de las causas, la del alijo que acabó en el mar, el fiscal antidroga de Pontevedra ya ha redactado su escrito de acusación y le pide una condena de 18 años y multa de 600 millones, similar a que solicitará por el último cargamento por el que está el narcotraficante está entre rejas, además de otros seis años por blanquear dinero del tráfico de drogas y la pérdida de todo su patrimonio. Tres juicios que serán su punto y final.

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