Desde el viaducto
Bautizado como Viaducto de Vallcarca, compartió la misma fama siniestra que la del famoso Viaducto de Segovia madrileño
Este paisaje no se parece en nada a como lo recordaba, entre la zona siempre a medio construir y los actuales jardines de Esteve Terrades hay un mundo. Concretamente el que me separa a mí de la juventud, cuando este sitio conservaba su fama inquietante como puente de los suicidas. Bautizado como Viaducto de Vallcarca, compartió la misma fama siniestra que la del famoso Viaducto de Segovia madrileño.
Todas las ciudades disponen de lugares emblemáticos para darse muerte, lugares que van cambiando con las épocas y con las modas, secretos a voces que la prensa ha ocultado por miedo al mimetismo (decir que los medios de comunicación no hablan de este tema desde un periódico no deja de ser una paradoja). Sin embargo, en los últimos tiempos cada vez aparecen más noticias sobre el suicidio, que según el INE ya duplica el número de muertes por accidente de tráfico en nuestro país.
A lo largo de la historia ha habido suicidas motivados por todo tipo de problemas, la gente se ha matado agobiada por la culpa, la vergüenza, el honor o la pasión. Hasta las primeras décadas del siglo XIX, el suicidio era un crimen contra la sociedad y contra Dios, pues la vida no era nuestra sino suya. Como castigo, el suicida no recibía sepultura en tierra consagrada (en Barcelona se les enterraba en el Corralet, la fosa común del hospital de la Santa Creu). Aunque publicado unos años después, el libro Del suicidio considerado bajo los puntos de vista filosófico, religioso, moral y médico, de Pierre Jean Corneille Debreyne, reflexionaba sobre el incipiente interés que este tema había despertado tras la aparición del romanticismo. En él se hacían vívidas descripciones de casos clínicos de la época, como el de un interno del Hotel-Dieu de París que en 1824 se mató tras mirarse en el espejo y encontrarse demasiado feo.
Según Joan Amades, en Barcelona la gente se ahorcaba en la higuera que crecía en el Huerto de la Bomba del Raval. Aunque la moda era pegarse un tiro a lo Larra, en la cabeza o el corazón, como el Werther de Goethe. Ya lo decía el periódico El Guardia Nacional en 1838, cuando se quejaba de “los señores extranjeros que se tomaron la molestia de ilustrarnos”, haciendo que subiese la tasa de suicidios. Para curar este mal, el higienista Pere Felip Monlau aconsejaba la oración, y el médico Francisco Castellví y Pallarés proponía censurar toda obra literaria o artículo periodístico sobre el tema, y citaba como ejemplo el caso de una mujer que intentó darse muerte ingiriendo fósforos tras leer una noticia similar (la aparición de las cerillas también despertó una moda suicida). Afortunadamente su iniciativa no tuvo éxito, pero gracias a ello sabemos que en la década de 1880 el país con más suicidas de Europa era Alemania, seguido de Dinamarca y Suiza, siendo Italia, Irlanda y España los menos proclives a este fenómeno. O que el método favorito era el ahorcamiento, el disparo y el ahogamiento bajo el agua, aunque había soluciones menos ortodoxas como el salfumán, la ingesta de tizones encendidos, o el gas.
Ambrosio Tapia hizo un estudio en 1900, y descubrió que el 73% de las víctimas españolas eran hombres, y que mientras ellos preferían la pistola, ellas se inclinaban por el veneno. El siglo XX inauguró nuevas formas de suicidio, la leyenda urbana cuenta que en el casino de la Arrabassada había un cuarto para que los jugadores arruinados pudiesen volarse la tapa de los sesos. Ezequiel Boixet en La Vanguardia sugería que el suicidio era provocado por el calor canicular, mientras los médicos dedicaban su atención al suicidio infantil, un tema que aparece con frecuencia en esos años. Los periodistas incluso se atrevían a bromear con el tema, como en 1918, cuando se dio noticia de una joven madrileña que había vaciado el cargador del revólver sobre sí misma sin acertar ni un solo tiro.
En los locos años veinte se puso de moda saltar al vacío, y el viaducto de Vallcarca comenzó a ser conocido. Este puente fue una de las primeras estructuras construidas con hormigón armado que tuvo la ciudad, y era un símbolo de modernidad. Su fama perduró en el franquismo, como lo reflejan las novelas de Juan Marsé o de Andreu Martín. Cuentan que la última persona que se arrojó al vacío desde aquí lo hizo a mediados de los años setenta. En aquella época ya se preferían los rascacielos o las vías del metro. En la adolescencia fui testigo involuntario de cómo un hombre se lanzó bajo un convoy, recuerdo un crujido escalofriante y poco más.
Ahora, cuando alguien se mata, por megafonía dicen que el servicio está parado por “un incidente incívico de un pasajero” (en el de París hablan de accidents graves de voyageurs). Sin embargo, a pesar de los eufemismos, el suicidio aparece cada vez más en los medios. En 2014 se alcanzó la cifra más alta (3.910 fallecidos) de los últimos 25 años, aunque los sociólogos prefieren no establecer una relación causa-efecto con la crisis. La psiquiatra del Hospital de Sant Pau, Carmen Tejedor, defiende desde hace años que la única forma de enfrentarse a este trastorno es hablando de él públicamente. Yo miro la calzada desde esta altura, y siento el vértigo que produce pensar en ello.
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