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Justo Molinero lleva el fenómeno Can Zam al Tívoli

El comunicador arrastra multitudes al teatro barcelonés

Loly Cuenca y Justo Molinero, en un momento de 'Ahora me toca a m'í.
Loly Cuenca y Justo Molinero, en un momento de 'Ahora me toca a m'í.

Regresó Marta Sánchez, o el Conde-Duque de Olivares, o Unamuno. Para la familia y amigos simplemente Gurb, el alienígena que Eduardo Mendoza hizo aterrizar hace 25 años en la Barcelona preolímpica. Ha caído otra vez del cielo, lanzado de la nada sideral al patio de butacas del Teatre Tívoli. Es un extraño en el Planeta Molinero. Nada, no comprende nada. No reconoce nada, no descifra nada. Tardará más de dos horas en aceptar que ni uno de sus viejos trucos de camuflaje le ayudarán a pasar desapercibido. Con creciente angustia espera ese momento en que un agudo chillido y un dedo acusador le señalen ante el resto como ese elemento no integrado en la comunidad de los “molineros”.

Con desesperación busca una situación similar en su archivo de situaciones críticas y sólo encuentra una memoria en desuso: la de un chaval —quizá con nomás de ocho o nueve años-—que acude con sus padres a un festival que un señor de gris —en los años setenta los señores con corbata y traje que venían de España eran todos caballeros de triste figura— ha organizado para amenizar el escaso asueto de los emigrantes. Un popurrí de retazos patrios, de una patria hecha de nostalgia, lejanía y temperación. Unas coplas, una estrellita pop —sí, se parecía a Teresa Rabal antes de su infantilización— y un manojo de rapsodas aficionados que manejan mejor la trepanación de los sentimientos que la métrica o la rima.

El Tívoli de 2016 no es la Alemania de 1973 pero la atmósfera es la misma, como si Justo Molinero conociera todas las palancas emocionales que funcionan entre los desplazados. “¡Visca!”. Una señora dos asientos a la derecha ha sido clara en sus ganas de romper el tópico que comienza a devorar la audiencia. Señoras que han pasado en masa por la peluquería y señores que como prenda de mudar rescatan el chaleco de punto. “¡Visca!”, grita y se ha comido con su deje del Vallés todos los acentos que parecen venir de Despeñaperros para abajo.

La ceremonia de comunión y reconocimiento —qué otra cosa puede ser— se ha titulado Ahora me toca a mí, esa sentencia de opositora a reina de la copla que Rafael de León escribió en los ochenta para la Pantoja. Gurb —viajado él— diría que es un statement, una declaración de principios. A Justo Molinero, con corbata mitinera, peinado barcenil y traje pinturero que ni Robert de Niro en Casino, se hace rodear por su equipo de confianza (Los Descastaos) para montar en el escenario un festival bajo techo como los de antaño en Can Zam. Generoso y clásico, con las músicas que mueven las entrañas —coplas a lo Marifé de Triana y Bambino—, poemas de madres a hijas e hijas a madres para activar los lacrimales y escenas cómicas al gusto de José Luis Moreno si las tardes tuvieran dos rombos. Unas risas entre revuelto de higos y cebolletas. Y también —cuando Molinero quiere elevar el listón— un entremés de los Álvarez Quintero y un miniconcierto de Leo Rubio, de Jaen y cantante de la casa, con sus groupies y todo entre el entregado público.

Gurb o cualquiera de sus heterónimos intenta teletransportarse fuera del Tívoli pero un inesperado pesar le obliga a recorrer la lenta cola de salida. De alguna manera la memoria ha estropeado el mecanismo de huida y no deja de recordar a Teresa Rabal vestida de bata de cola.

Digno de estudio

J. C. O.

Sea un programa de radio o televisión, un festival junto al Besós o una gira por los teatros y auditorios de Cataluña, el fenómeno Justo Molinero mueve masas. Sus audiencias son espectaculares, su capacidad de convocatoria digna de un estudio sociológico. Ha sido creador de un sorprendente star-system de artistasque se mueven en su exclusiva órbita. Loly Cuenca, o Leo Rubio, un habitual en programas como Quí és quí o El Jaroteocuando aún emetía TeleTaxi TV. A su súbita desaparición de la parrilla de canales digitales le dedicó un recuerdo Molinero durante la función en el Tívoli.

Este espectáculo funciona además como un indisimulado anuncio publicitario (suenan hasta dos veces jingles dedicados al programa y se publicitan los productos que luego se podrán adquirir en el vestíbulo, con una enhebradora de regalo) de su imperio comunicativo. El equipo en el escenario es el mismo que le acompaña en la radio, una intrincada trama de relaciones familiares y de amistad.

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