Vidas aceleradas
¿Cómo es posible que unas tecnologías que habían nacido para ganar tiempo hayan acabado generalizando la impresión de que el tiempo es cada vez más escaso?
Un año más, el Mobile World Congress alimenta el debate público sobre las últimas tendencias en telefonía móvil y sobre la importancia de esta feria como motor económico y turístico de Barcelona. Pero más allá de analizar la evolución de una de las industrias más prósperas del momento y de valorar el vínculo del congreso con la ciudad, resulta una buena ocasión para preguntarse sobre los efectos de la omnipresencia de las tecnologías móviles en nuestras vidas.
Porque, en efecto, los nuevos dispositivos tecnológicos condicionan desde hace unos años todos los aspectos de la existencia. El trabajo, la movilidad, el hogar, las relaciones personales e íntimas y la manera de vincularse con el mundo han sido profundamente alteradas por estas nuevas figuras de mediación, hasta el punto que a una gran mayoría de la población ya le resulta difícil, sino imposible, vivir sin su teléfono móvil. Esta dependencia lleva a pensar que, en realidad, estas prótesis tecnológicas ya son una extensión natural del ser humano. Todos nosotros, con la atención alterada y la memoria delegada en nuestros móviles, seríamos entonces versiones precoces de ciborgs. Es lo que la filósofa Rosi Braidotti ha llamado la condición posthumana, es decir, esa fase de la evolución en la que, gracias a las nuevas tecnologías, la robótica, las técnicas reproductivas o la modificación genética de los alimentos, ya es prácticamente imposible distinguir qué es humano de lo que no lo es.
Bajo el dogma de la eficiencia, las nuevas tecnologías han incentivado la sensación de que ahora es factible realizar más actividades por unidad de tiempo. Con el acceso ilimitado a tiempo real a casi todo el mundo, también han diluido el factor espacio y creado la ilusión de poder estar simultáneamente en dos o más lugares a la vez. Con todas sus virtudes, esta aparente multiplicación de posibilidades y este don de la ubicuidad han aumentado la percepción de aceleración de nuestras vidas. Los días se hacen cortos para responder a todas las exigencias que nos planteamos y aumenta la ansiedad por la constante sensación de falta de tiempo. ¿Cómo es posible que unas tecnologías que habían nacido para ganar tiempo hayan acabado generalizando la impresión de que el tiempo es cada vez más escaso?
En realidad, la aceleración no es un fenómeno nuevo. Desde la invención de la rueda, pasando por la máquina de vapor o el telégrafo, gran parte de los progresos tecnológicos han sido motivados por la voluntad de ir más rápido y han provocado reacciones ambivalentes de miedo y fascinación por la aceleración del ritmo de vida de su tiempo. Según el filósofo Hartmut Rosa, la aceleración es de hecho inherente a la modernidad, que exige un crecimiento económico ilimitado y depende de una constante innovación cultural y tecnológica para sobrevivir. Esta aceleración explicaría las cuatro principales crisis del mundo contemporáneo: la ecológica, porque el consumo de recursos naturales iría más rápido que el tiempo de la naturaleza; la financiera, en la que los mercados desregulados se aceleran y desconectan de la economía real; la política, porque los tiempos de la democracia son más lentos que los de los mercados, la información y las tecnologías; y la individual, porque la psicología humana es incapaz de seguir la velocidad del cambio social.
Las nuevas tecnologías no serían, pues, la única causa de la aceleración actual. Al contrario, esta derivaría de cambios estructurales profundos en el mundo del trabajo y en la organización social. La mayor flexibilidad laboral, que difumina las fronteras entre el trabajo y el tiempo libre, por ejemplo, o las nuevas formas de familia y la incorporación de la mujer a la vida profesional habrían aumentado la complejidad de coordinar los tiempos del trabajo, la vida familiar, el ocio y la intimidad. A ello se añade un factor cultural: estar ocupado es hoy fuente de prestigio y hacer el máximo de actividades con el tiempo disponible dentro del abanico de opciones que nos ofrece el mundo sería una especie de versión secular de la felicidad.
Obviamente, la tecnología también incentiva esta cultura de la velocidad. Pero según la socióloga Judy Wajcman, la solución no pasa por la desaceleración o por la nostalgia de un pasado menos digitalizado, sino por cuestionar que la velocidad y la novedad sean el único motor del progreso y por no dejar de preguntarnos qué tipo de tecnología queremos y para qué.
Judit Carrera es politóloga.
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