Un ecosistema que debe resquebrajarse
La tendencia a la comercialización literaria, como parece ocurrir así en política como en consumo de bienes, igual da ya alguna tenue señal de querer cambiar o resquebrajarse
Camina el Premi de les Lletres Catalanes Ramon Llull hacia su cuarta década y en su momento los estudiosos que lo analicen podrán sentirse un punto desorientados. Y no tanto por su naturaleza, a pesar de ser algo convulsa: creado por Planeta en 1981, fue cedido después a la Fundación Ramón Llull –formada por los gobiernos andorrano, balear y la Generalitat de Catalunya, ésta a través del Institut Ramon Llull, que lo encumbraron hasta los 90.000 euros— y desde 2012 recuperado en solitario por el grupo editorial con la rebaja a 60.000 euros (aún así, aun hoy el mejor dotado en catalán). Es otra cosa. Es la extraña sensación de indefinición o hasta de un punto de malbaratamiento que desprende un galardón que lo tiene todo para ser de referencia por encima incluso del Sant Jordi, más ideológicamente connotado en todo por sus orígenes: el Llull goza de dotación de ensueño y, sobre todo, de algo tan vital y necesario para la literatura catalana como es la promoción allende el Ebro con su traducción automática y garantizada al castellano y al francés.
El primer tercio de su vida, el Llull reconoció a Joan Perucho (1981), Pere Gimferrer (1983), Carme Riera (1989) y Terenci Moix (1992) y, un poco más allá, a Baltasar Porcel (2001). Recordando que también está abierto al ensayo, hasta reconoció uno del doctor Joan Corbella (1997) y una biografía del exquisito poeta Marià Manent hecha por su hijo (1995). Ninguno más. Visto en perspectiva, accidentes.
De media vida en adelante, el Llull ha ido acentuando su componente más o menos mediático, especialmente sonoro en el último quinquenio; o, en su defecto, se ha nutrido con autores de una literatura morfológica y sintácticamente líquida. Y en ese camino no importa mucho tampoco que la lengua catalana no haya sido la predominante en la trayectoria del ganador, cuando no ha acabado debutando con ella en el premio. Ya ha ocurrido al menos tres veces.
Quizá pueda resumirse todo en que el Llull es fruto también de la inexorable supeditación a la mercantilización, como todo en esta vida. Pero igual esa tendencia, como parece ocurrir así en política como en consumo de bienes, dé ya alguna tenue señal de querer cambiar o resquebrajarse. Así, a esta 36ª edición del Ramon Llull han concurrrido 48 obras, apenas siete más que las que se presentaron al primer premio Llibres Anagrama de Novel·la fallado hace dos semanas y con una dotación diez veces inferior: 6.000 euros. Al Sant Jordi, convocado por Òmnium Cultural y la Fundación Enciclopèdia Catalana, acudieron 25 aspirantes, a pesar de que se competía por otros suculentos 60.000 euros. Y al Josep Pla (6.000 euros, poco montante, sí, pero mucho nombre), sólo 24. Igual el ecosistema literario en catalán (o sus premios), harto, se mueve; o, quizá, tarde o temprano, será (o debería ser) movido.
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