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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Traidores

Sería una medida de higiene pública y de saneamiento del debate democrático desterrar del periodismo los ajustes de cuentas personales y los insultos tabernarios

Es algo que sucede en todas las comunidades, ya sean reales o imaginadas, que generan sentimiento de pertenencia: clubes de fútbol, naciones, organizaciones políticas, familias ideológicas o cenáculos culturales. Me refiero al hecho de que, si un miembro del grupo rompe con él y se incorpora o defiende a una comunidad rival, competidora, desde el colectivo que ha abandonado se le descalifica inmediatamente como traidor, chaquetero, vendido, etcétera. Por poner un ejemplo muy primario, vean cómo reaccionan las hinchadas futbolísticas cuando un jugador emblemático ficha por otro equipo y, más tarde, acude en calidad de visitante al estadio propio.

Pues bien, siendo este un fenómeno tan deplorable como universal, durante los últimos años ha parecido que, en Cataluña, se manifestaba sólo en un aspecto y en una dirección: para tachar de traidores y colaboracionistas con el enemigo a aquellos catalanes contrarios al proceso independentista. Josep Antoni Duran Lleida —por poner, ahora, un ejemplo ilustre— ha cultivado hasta la saciedad el victimismo de verse tildado de botifler; y otros políticos u opinadores han pasado el rastrillo por las redes sociales buscando improperios y descalificaciones dirigidos contra ellos, materiales con los que demostrar la condición intrínsecamente fanática, excluyente y totalitaria del nacionalismo catalán.

Encima, la pasada semana trascendió que un convergente con muy pocas luces promovía, en Sant Hipòlit de Voltregà, una moción municipal pidiendo retirar el sueldo público a cualquier funcionario de la localidad que se oponga a la independencia. ¡Ahí tienen! Persecución ideológica del discrepante, amenaza a la libertad de expresión, riesgo de fractura social...

Sin embargo, en los últimos tiempos ha habido en Cataluña otras actitudes y expresiones que, si queremos tener una visión mínimamente equilibrada de la realidad, tampoco deberían pasar desapercibidas. El hecho de que, primero en las listas electorales de Junts pel Sí y luego en el organigrama del Gobierno de Carles Puigdemont, figuren personas procedentes del PSC o de Iniciativa ha desencadenado contra ellas, en digitales, blogs y otros espacios, un aluvión de insultos y consideraciones difamatorias o denigrantes. Vituperios no anónimos, sino a menudo firmados por gentes que, al parecer, conciben la lealtad a unas siglas y la disciplina de partido como si el partido fuese una secta; o como entendían la obediencia las reglas monásticas medievales: perinde ac cadaver ('al modo de un cadáver').

Así, por ejemplo, las decisiones políticas tomadas por el exeurodiputado de ICV han sido descritas en la red como “la sangrante traición de Raül Romeva”, entre alusiones a “traidores y tránsfugas buscapoltronas” y acusaciones de “venderse los ideales al enemigo [SIC]por un plato de lentejas”. No ha corrido mejor suerte el flamante consejero de Sanidad, Toni Comín, calificado de "cambiachaquetas”, de “independentista por el cargo”; alguien a quien “no se le conocen grandes logros en nada” y que, con su acercamiento a Esquerra, sólo buscaba “una oportunidad laboral”.

Pero la persona contra la cual las descalificaciones han alcanzado un nivel de auténtico linchamiento moral es la ex eurodiputada socialista Maria Badia i Cutchet. El hecho de que, el pasado día 19, fuese nombrada directora de Relaciones Exteriores en la consejeria que encabeza Raül Romeva disparó ciertas glándulas biliares al parecer sobrecargadas: lo ocurrido era un ejemplo de “deslealtad, traición, pérdida de ideología”; Badia había “utilizado al PSC como un kleenex (tras cuarenta años de militancia, ¡vaya kleenex más duradero!), prescindía de “sus valores, sus ideales, sus principios...”, de “sentimientos, compañeros y vivencias sólo por un cargo” . El colmo de la bajeza del artículo digital al que aludo eran las referencias —inexactas- a la edad de Badia (“a los 69 años, camino de los 70”) y la hipotética atribución de su conducta a “demencia senil”.

Realmente, sería una medida de higiene pública y de saneamiento del debate democrático desterrar del periodismo —en cualquiera de sus formas— los ajustes de cuentas personales, las referencias buscadamente ultrajantes, los insultos tabernarios. Pero, de momento, estaría bien que los catones y otros cazadores de actitudes totalitarias corrigiesen su estrabismo. Porque la diputada socialista Marta Moreta —a quien iba destinada la lamentable moción de Sant Hipòlit de Voltregà— dijo que aquello era “fascismo”; tenía razón, y el autor del desaguisado ha pedido disculpas. Pero, si aquello era fascismo, el odio de todos esos inquisidores de baratillo contra Romeva, Comín, Badía y demás, ¿qué es? ¿Saludable pluralismo de ideas?

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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