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Todavía, el enemigo

El presidente ha infundido crédito, respetabilidad y seguridad al independentismo entre las clases medias. Por eso tantos quieren eliminarlo

El pasado 28 de agosto publiqué en esta misma página un artículo titulado El enemigo es Mas. Transcurridas once semanas densísimas de acontecimientos, creo que la tesis formulada en aquel texto mantiene toda su validez. Sí, Artur Mas se camufló en el puesto número cuatro de la candidatura de Junts pel Sí. Y, ciertamente, esta coalición obtuvo una victoria por debajo de sus ambiciones. Y la bien programada cadencia de impactos mediáticos en torno a la presunta corrupción de CDC o de los Pujol ha tenido sus efectos. Y resulta claro —al menos, a mi juicio— que la declaración parlamentaria rupturista aprobada el lunes supone forzar una máquina que no anda sobrada de legitimidad democrática para acometer una empresa de tamaña envergadura...

Todo lo que ustedes quieran. Sin embargo, pese a tantos hándicaps, y tropiezos, y debilidades, y hasta errores, el enemigo sigue siendo Mas. La mejor demostración de ello es que, durante los últimos dos meses y medio, el crescendo de hostilidad y de descalificaciones de todos los defensores del statu quo ha seguido focalizado en el hoy presidente en funciones. No en Raül Romeva, ni en Oriol Junqueras, ni siquiera en Carme Forcadell, aunque estos últimos días pueda parecer otra cosa.

La idea de que el proceso independentista nació de la cabeza de Mas igual que Atenea de la cabeza de Zeus, equipado con todas sus argucias, y que los demás actores del movimiento no son más que edecanes, comparsas o masa de maniobra, esa idea sigue firmemente instalada entre los estrategas, tácticos e ideólogos de la intangibilidad del Estado español.

Incluso cuando tal idea les lleva a incurrir en flagrantes contradicciones. Porque, veamos: si Artur Mas está ya tan amortizado políticamente como muchos sostienen, ¿a qué esta desazón por empujarle a casa? ¿No sería más cuerdo esperar unas pocas semanas a que caiga como fruta madura? Si es el muerto viviente que no pocos describen, ¿no bastaría con aguardar a que la descomposición del cadáver se consume y haya que enterrarlo? Si Mas es un impostor que, con la independencia, sólo trata de tapar el 3 %, ¿no sería más inteligente dejarle enredarse en la impostura, de modo que acabe ahorcándose con su propia cuerda?

Hablamos de individuos y segmentos sociales moderados que, un lustro atrás, no podían siquiera imaginarse a sí mismos colgando una 'estelada' en su balcón

Descontadas las añejas fobias anticonvergentes y las obsesiones personales, la fijación anti-Mas tiene algunas explicaciones racionales. La más simple es la que, partiendo de la visión del presidente como el siniestro arquitecto del desafío secesionista, cree que, si se le corta la cabeza a la serpiente, la venenosa bestia morirá. Pero hay otra teoría más sutil y mucho más cercana a la realidad; la que apuntaba el titular de una discreta pieza publicada el pasado día 4 en el digital ultraunionista Crónica Global: “La caída de Mas sería el fin del apoyo de las clases medias al ‘procés’”.

Es una hipótesis, claro, pero una hipótesis plausible. Resulta evidente que, si el apoyo electoral al independentismo ha pasado en pocos años del 15-20% al 48 %, ello se debe al desplazamiento de una porción sustancial de los votantes no metropolitanos del PSC, pero sobre todo a la decantación soberanista de la mayor parte del tradicional electorado convergente. Estamos hablando, sí, de clases medias, de gente de orden, de personas en la madurez e incluso jubiladas. Estamos hablando de individuos y segmentos sociales moderados que, un lustro atrás, no podían siquiera imaginarse a sí mismos colgando una estelada en su balcón, ni saliendo a la calle a gritar “independència!”, ni menos todavía dando el sufragio a opciones de ruptura con España.

Tan espectacular giro es mérito de la sentencia contra el Estatut, del impacto de la crisis económica sobre la financiación de la autonomía, de la desdeñosa frivolidad de Rodríguez Zapatero, de la cerrazón esencialista de Rajoy, de las acometidas de Wert, etcétera. Pero parece difícil imaginar que, sin la apuesta de Mas a partir de 2012, aquella mesocracia convergente hubiese sido tan audaz y se hubiera pasado en bloque a Esquerra Republicana. Es obvio que la figura del presidente ha infundido respetabilidad, crédito y seguridad a ese crucial movimiento de opinión. Por eso tantos quieren eliminarlo.

Puede que lo consigan, con la complicidad objetiva de la CUP. Si así fuere, el independentismo resultaría más inmaculado, más progresista, más pata negra, más popular y hasta anticapitalista... Pero, con menos del 25% de los votos, sería inocuo.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

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