Un festival de calle
Reivindicando la sala, el Primavera Club se diluye en la ciudad formando parte de ella
La foto está en el bar Kentucky, abierto desde 1943. En una de sus paredes se muestra la calle Arc del Teatre en los años veinte, atestada de gente que vende, mira, pasea y compra “como se hacía cuando la gente vivía en la calle”, aseguraba el propietario del local tras regalar a quien quisiera escucharle una dilatada conversación sobre la lotería de la muerte y el cáncer. Menos tremendista, el propietario del bar Pedret, abierto en Nou de la Rambla desde 1964 y ya luciendo el cartel de traspaso por jubilación, contaba los días que le restan para “poder viajar por España con tranquilidad”. De sus palabras se deducía que quería eso, viajar, no hacer turismo, pararse en los lugares para formar parte de ellos, no sólo para mirarlos y también una acentuada nostalgia de aquellos años alegres en los que su bar rebosaba de clientes. Eran otros tiempos. Estos encuentros casuales, conversaciones al albur, viajes por la memoria en altos para refrescarse durante el transitar de sala en sala, sólo son posibles cuando los conciertos, la música, forman parte de la ciudad en los clubs y no se aísla de ella en un recinto cerrado. Ese es el gran activo del Primavera Club, por fuerza se topa con la ciudad y su público se diluye en ella.
Pero ¿qué es el Primavera Club? Pues el festival donde velan armas los potenciales cabezas de cartel de un futuro Primavera Sound, festival donde se presentan por vez primera en la ciudad y por extensión en España, las nuevas propuestas que vienen del mundo indie. Y sí, aquí sí que puede hablarse de indie en sentido estricto, ya que al disminuirse el tamaño del festival, las características definitorias de público y propuestas acentúan su personalidad haciéndose potencial blanco de la parodia. De esta manera, y generalizando, que siempre es impreciso, el usuario del Club asiste contrito y serio a conciertos protagonizados por artistas a los que les duele vivir, muestran profundas conmociones emocionales, parecen conscientes de estar haciendo arte con mayúscula, no meras cancioncillas para pasar el rato, suenan estilísticamente a revival, todo les resulta intenso y muy vivido y en consecuencia se toman muy en serio a sí mismos. Es parodia y es en buena medida real, tanto como el aspecto del público, su edad y su forma de vestir. Todo más pequeño, todo más homogéneo, los contornos más definidos. Club en todos los sentidos.
Pero lo sustancial sigue siendo lo de siempre, la posibilidad de escuchar nuevas propuestas que merezcan la pena. Y en eso el Primavera Club, como todo festival de nivel, permite quedarse con pepitas que el cedazo separa de las piedrecillas. Puede que la más resplandeciente fuese una de las más oscuras, el trío, cuarteto en escena, Algiers, una extraña mezcla que partiendo de raíces negras hacía colisionar con violencia el gospel, el blues, la electrónica y el hardcore en un repertorio muy excitante. Fuerza, estilo, determinación, raíz, tensión y compromiso con una música enardecedora, avasalladora y poderosa que no sonaba a mimetismo, sino a brotada de las mismas tripas de una tradición retorcida por nuestros días. Por ellos el festival en su totalidad valió la pena. Y no sólo por volver a ver a un negro con el puño derecho en el aire, harto.
Esa misma noche hubo otra cara, incluso más política en sentido explícito. El pianista ucraniano Lubomir Melnyk, un humanista que mira la belleza del mundo y el amor que según él lo sostiene como la antítesis del consumo y del dinero, dio un recital de lo que él denomina música continua, una forma de tocar el piano fundamentada en un fraseo y digitación tan veloces que, con ayuda de los pedales, generaba unos armónicos que acumulándose daban lugar a una especie de pelota de sonido. Imaginarse cascadas de notas cayendo continuadamente sería una correcta aproximación visual. Pianista de raíz paisajista que podía recordar en su eclecticismo tanto a Wim Mertens como a Michael Nyman, jugaba tanto al “bonitismo” como a la repetición minimalista, construyendo un discurso que dada su linealidad perdía fuerza con el paso del tiempo -su última pieza, Windmill, simplemente no tenía final-. Además, pareció un poco contradictorio que habida cuenta de la mirada sencilla que proponía aplicar al mundo para evocar una belleza que según Lubomir está al alcance de la mirada, “todo es bello”, dijo, recurriese a un discurso artístico tan prolijo. Fue como si para explicar un chiste se compusiese una sinfonía.
Entre lo destacable, por aparentemente sencillo, estuvo ya el viernes Jessica Pratt, una cantautora folkie. Nótese que el folk y la electrónica mayormente bailable han sido las columnas estilísticas del festival. Pero si en muchos casos sólo se trata de revivalismo, en el de Jessica habría de aceptarse que ella es más bien clásica, no imita, no recrea, está directamente en los años sesenta o setenta. Música suave e introspectiva que no ocultaba la complejidad de sus composiciones, piezas llenas de requiebros, cambios de intensidad, estribillos semi ocultos y un tono general más oscuro que ingenuo que impedía fantasear con ovejitas en la pradera. Ella con su guitarra, su aspecto de otra época, sus ojos cerrados y el apoyo de un guitarrista eléctrico puntuando con sutiles efectos las canciones, fueron todo lo necesario para evidenciar que el público barcelonés de conciertos no sabe beber en silencio.
Por su parte, también el viernes, US Girls, el proyecto de la norteamericana Meghan Remy, se aguantó en pie por el carisma escénico de la protagonista, una especia de diva de andar por casa, despeinada e imperfecta, que apuntaba tanto a la música de baile como a Diamanda Galas, a los entornos industriales como a los discotequeros y petardos. Puestos a bailar resultó mucho menos pretencioso, sencillo y efectivo al carecer de intenciones la actuación el sábado de Empress Off, definida por el programa de mano como un cruce entre Grimes y Björk. La traducción sería una colección de canciones con alma pop impulsadas por infalible electrónica bailable donde se encuentran rastros de FKA Twigs, expuestas, eso sí, con un notable aire de fragilidad. Fue un oasis de delicioso hedonismo entre Lubomir y Algiers, en la recta final de un festival de salas y de nuevos nombres que permite disfrutarlo sin olvidar al resto de la ciudad. La calle es el origen de todo.
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