La mujer que supo no cantar
Impresionante versión de la mezzosoprano Sarah Connolly del ciclo de canciones ‘Amor y vida de mujer’ de Schumann
La Schubertiada de Vilabertran, el after hours de la música clásica — porque el festival que abre cuando los demás cierran— presentó en su escenario la mezzosoprano británica Sarah Connolly acompañada al piano por Malcolm Martineau. Connolly propuso un inteligente y bien escogido viaje musical que, iniciado con Schubert y Schumann, los pilares fundamentales del Lied romántico alemán, se extendió, en la segunda parte, a otros territorios y estéticas con obras de Albert Roussel y Benjamin Britten.
Connolly nos descubrió las hermosísimas e intensas canciones de Ivor Gurney (1890-1937) considerabilísimo autor aquí muy poco divulgado y terminó accidentadamente en España con dos y media de las Tres arias Op.26 de Joaquín Turina. El pianista, al parecer, olvidó en el camerino una página de la partitura y la canción, que se titulaba El pescador, acabó en lamentable naufragio.
Sarah Connolly, con dicción clara, expresiva y voz que exhibía el hermoso terciopelo de las buenas mezzosopranos, se acreditó como una intérprete elegante, buena conocedora de los muy diferentes estilos que visitó a lo largo de la noche y acertó siempre en la temperatura expresiva de los textos.
La cima de su actuación estuvo en el ciclo de ocho canciones Frauenliebe und Leben (Amor y vida de mujer) de Robert Schumann sobre poemas de Adalbert von Chamisso, donde se narra la vida amorosa de una mujer desde el enamoramiento inicial hasta el dolor por la muerte del esposo.
Al final de la última pieza, tras cantar con un hilo de voz “Me encerraré silenciosa en mi interior... !Tu eres mi mundo!” la cantante debe callar, pero Schumann, traidor, nos ataca con un golpe bajo pidiendo al piano que, en solitario, evoque el inicio del ciclo, la canción en donde ella, pocos minutos antes, describía su primer enamoramiento. Son dos minutos terribles.
La cantante, en su silencio, debe seguir siendo “ella”, la mujer, ahora traspasada de dolor, que, a través del piano, recuerda en silencio su descubrimiento del amor.
Su silencio, su no-canto, es música, forma parte fundamental de la música y, aunque parezca un contrasentido, no es nada fácil no cantar en ese momento. Sarah Connolly supo no cantar, aguantó el personaje, siguió siendo “ella” y transmitió con fuerza la intensidad musical del momento. Los ojos, brillantes, miraban al vacío, miraban una ausencia, el público la miraba a ella, algunos, también, con ojos muy brillantes.
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