Campeones del Apocalipsis
Rajoy trata el secesionismo como si no hiciese falta nada más que la expectativa firme de que es ficción, puro teatro y el mal ni vendrá ni llegará, y además da igual porque es peli
El género me aburre sin remedio y ni en películas ni en novelas puedo ir mucho más allá de los primeros minutos, casi siempre en cuanto la amenaza se cierne sobre la ciudadanía vulnerable, las abuelitas paralíticas, los niños malcriados con helados chorreantes, las madres desatadas y con falda plisada y los padres heroicamente sobrecargados de testosterona para detener el mal. De hecho, he ido adiestrando un mecanismo de admiración hacia aquellas personas inteligentes capaces de suspender el orden mental de sus convicciones y saberes para vivir vicariamente las tramas casi siempre fantásticas que alientan al monstruo del Apocalipsis y la fatalidad de sus males.
Parezco no haber aprendido, todavía hoy, a mi provecta edad, que el Apocalipsis es un género de la literatura fantástica, y lo es también cuando se traspasa olímpicamente a la política. El último apocalipsis que caerá sobre el desamparo ciudadano es el secesionismo catalán, que es como lo llama la caverna gubernamental, catódica y radiofónica, quizá porque suena más terminante y amenazador que el mero independentismo, ya tan rutinariamente instalado en el lenguaje mediático y político que parece vacío de carga intimidatoria. Como la separación de España es una monstruosidad completamente inimaginable por los siglos de los siglos amén, hacen bien en cultivar el género fantástico por tierra, mar y aire, sobrecogidos ante las catástrofes consecutivas e incontables que procuraría a la unidad de España (eso sí parece lo único seguro), quizá al nivel de vida de todos los participantes, activos y pasivos (eso es muy probable) y a lo mejor también a quienes dijeron tantas veces que la independencia es tan axiomáticamente imposible e impracticable, tan y tan seguro que no, que parecen tratarla dócilmente como asunto fantástico, puro apocalipsis de género, burdo teatro de lo real.
Ni yo ni nadie tiene ni idea, claro; a lo máximo que llegamos es a intentar argumentar un rato u otro sobre su conveniencia o su impertinencia y hasta a desenredar sus múltiples —fugaz, perpetua, reactiva— motivación económica, política o sentimental, incluidas todas juntas. En lo que no había caído hasta este verano abrasador es en que Rajoy y la vasta compañía tratan el asunto igual que quienes han aprendido a disfrutar del género y han suspendido sus inteligencias, las han puesto en stand by, como si no hiciese falta nada más que la expectativa firme de que es ficción, puro teatro y el mal ni vendrá ni llegará, y además da igual porque es peli. Es verdad que desde aquí se han perfeccionado los papeles a fondo para que allí crean que todo se hace en un set de TV-3 porque no puede ser verdad el vodevil de alianzas y listas, ni puede ir en serio el pugilato de declaraciones esotéricas, incluidos los cambios de chaqueta que asoman en el horizonte o los cambios de listas que han asomado a todas las páginas como si fuesen un pasatiempo más del verano: irá o no irá, hombre o mujer, con barbas o sin barbas, Rull o Turull. Ya lo tengo: ¡se han vuelto a poner de acuerdo! Seguro que es eso, seguro que hay un pasadizo subterráneo e indetectable que une a los presidentes de Barcelona y Madrid y ha permitido un principio de acuerdo para disparatar sincronizadamente y que todo el mundo se sienta viviendo en una peli fantástica y emocionante donde al final los buenos nos salvan, aunque ahora mismo no sabría decir quién es quién.
Porque puede que nada sea lo que parece —apocalipsis neopolítico para audiencias masivas— y los dos vayan en serio y no estén jugando a bichos animados ni a superproducciones carísimas. Unos porque la presión del pundonor y la cobardía política puede arrastrarlos a una declaración de independencia sin una contundente mayoría ciudadana que respalde la decisión, pese a que cuenten con una mayoría social y demográfica minoritaria, y los otros porque el punto de caballeros les puede arrastrar a adulterar la ley y la fuerza en un afer político mal llevado desde el principio y desencarrilado cuando ya la sala creía que todo era película y que al final no pasaba nada.
Sí pasa: que unos gravitan sobre una decisión impecablemente antidemocrática, como una declaración unilateral de independencia, y los otros reconvertirán su frívola y homicida pasividad política en prepotencia de Estado para salvar una unidad tan ficticia y fabulosa como el mismísimo Apocalipsis.
Jordi Gràcia es profesor y ensayista.
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