Santa Cecilia de Montserrat
Los colores puros y abstractos del pintor irlandés Sean Scully se instalan para siempre en la iglesia románica
Unos kilómetros antes de llegar a la abadía de Montserrat, el menudo monasterio de Santa Cecilia es desde el siglo X la primera huella románica de la montaña. Fundado en el año 945, es una muestra precisa del arte medieval de la piedra y el espacio, sencillo y desnudo. Santa Cecilia ha visto muchas cosas. Ahora ha dejado de ser refugio de excursionistas, se convierte en el Espai d'Art Sean Scully y se dispone para acoger este otoño el Institut d'Art i Espiritualitat. ¿Qué está pasando en Montserrat?
Pues todo esto es cosa de los frailes, más en concreto del director del Museu de Montserrat, el activo y tenaz padre Josep C. de Laplana. Los expertos y coleccionistas le conocen bien y la abadía es consciente de que su museo es uno de los más visitados en nuestros lares. Un museo que sabe cómo dirigirse a sus visitantes. Hasta hace poco los recibía en cuatro lenguas, catalán, español, inglés y ruso, pero con la caída del turismo de habla rusa tiene ya listos rótulos en coreano. De aquel país, de tantos católicos, se espera que cuenten lo suyo entre quienes van a Montserrat con tanta convicción como hace medio siglo iban los recién casados porque, decía el dicho, si no vas a Montserrat bien casado no estás. Para turismo de masas, también el de esta montaña.
Santa Cecilia es una maravilla, desde siempre. Invita a la contemplación en el exterior y, ahora, dentro, se ofrece inmersa en el color y la luz. El pintor irlandés de origen Sean Scully, de reputación internacional enorme, ha instalado allí unas pinturas decisivas, que se quedarán para siempre. Uno de los propósitos que me hice durante la inauguración es pasar un día entero, para ver cómo la luz de la jornada modula la piedra antiquísima y recibir los colores de este artista abstracto emplazados justamente así, para que el color se sume e intensifique la luz cambiante. Al cabo el color no existe en la realidad, es pura percepción. Y arte.
No deja de sorprender que Montserrat dé el nombre de un artista a una iglesia, si no sorprende más es porque bastante sorpresas tenemos por doquier y esto del arte más bien está siendo cosa de catacumba. Cuando los mecenas prácticamente han desaparecido aquí (ahora tenemos patrocinadores, otra cosa, intercambio publicitario), un fraile megalocal y un artista internacional se alían y con persistencia consiguen el sí de la abadía y de la Diputación de Barcelona, que ha sufragado la restauración necesaria.
El triunfo le llegó en Nueva York, donde tiene casa y estudio. También los tiene en Berlín, en Londres y, desde 1994, en Barcelona.
Scully cede las obras, hechas expresamente para Santa Cecilia, entre ellas tres pequeños frescos in situ. Es la primera vez que este hombre de presencia rocosa, como cortada en acantilado de Irlanda, pinta al fresco. La impresión que me hizo Scully en la inauguración, una reunión internacional en la montaña, es la del nómada del arte contemporáneo al que el éxito mundial clamoroso ha puesto en peligro de desarraigo. Sí, es irlandés, pero su nacionalidad la marca en verdad el camino que su obra recorre, o sea que de él se habla como artista irlandés-norteamericano. El triunfo le llegó en Nueva York, donde tiene casa y estudio. También los tiene en Berlín, en Londres y, desde 1994, en Barcelona.
Tal vez cansado de rodar y de no ver su obra reunida cerca de casa, un día rechazó la propuesta japonesa de hacerle allí un museo y se concentró aquí, en el proyecto del padre Laplana. Scully se había ofrecido a Barcelona, pero eso es ya agua pasada. La muerte de su madre, en Irlanda, el devocionario que finalmente fue su herencia, se había configurado como núcleo inspirador de una serie de pinturas. Cuando sólo le quedaba una, que las otras ya estaban vendidas, el padre Laplana puso la directa y aquí está el resultado.
La inauguración fue sensacional. El artista correspondió: la hizo coincidir con su 70 aniversario y una fiesta de noche para 200 invitados en un lujoso hotel barcelonés. Quiere eso decir que en Santa Cecilia había aquel mediodía una representación liviana y vistosa de la sociedad artística internacional: coleccionistas orientales, galeristas de Nueva York y de Londres, periodistas de la BBC y del The Guardian, monjes elegantes, la tropa local y el abad de Montserrat hablando en catalán, en español y en inglés. El padre Laplana, discreto, atendía.
En otoño volveremos al asunto, cuando en este espacio, formidable por tantas razones, empiece el Institut Art i Espiritualitat. Arte y ¿qué? Continuará.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF
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