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De profesión, activista

Estamos pasando del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido

Manuel Cruz

La tendencia, tan en boga últimamente, a descalificar por completo a todas aquellas personas que se dedican a la política responde a variados motivos. Al margen del efecto devastador que, sin duda, ha tenido la corrupción sobre dicha esfera, quizá uno de los motivos que ha influido en mayor medida en su desprestigio sea la imagen de profesionalización en el peor sentido de la palabra que transmitían las trayectorias de muchos responsables políticos. Digamos que, a diferencia de lo que ocurrió en la transición, cuyos primeros protagonistas, en el caso de la izquierda, eran (al margen de los líderes históricos en el exilio) jóvenes profesionales que habían tomado contacto con la política a través de las luchas estudiantiles antifranquistas, en cuanto se consolidó la democracia empezó a proliferar la figura del político absolutamente profesionalizado de la cosa pública que habría desarrollado su entera vida laboral en el interior del organigrama de un partido. Las trayectorias eran prácticamente idénticas siempre: un comienzo en las juventudes de la organización, de ahí a algún cargo en el ayuntamiento de la localidad, puente a su vez para un puesto de asesor en el grupo parlamentario de la cámara autonómica, y de ahí al Congreso de los Diputados o, tal vez, incluso a una subsecretaría en un ministerio menor.

Una de las consecuencias de este periplo era que aquel muchacho o muchacha que había iniciado su andadura política en muchos casos sin ni tan siquiera haber finalizado sus estudios universitarios alcanzaba fácilmente la mediana edad sin más experiencia laboral que la que le proporcionaba el recorrido por un rosario de cargos. La cosa se podría resumir de la manera gráfica en que lo hacía, tiempo atrás, un colega de una universidad andaluza: "el presidente de la Diputación fue estudiante mío, y lo dejó para dedicarse a la política cuando estaba en segundo de Geografía e Historia; si su partido perdiera mañana las elecciones, se iba directo a la cola del paro y, con su escasa formación, probablemente solo encontraría trabajo en el sector de la hostelería".

La anécdota terminó por convertirse, de puro repetida, en categoría, y todo el mundo conoce, en cualquier parte de España y en cualquier partido, algún caso parecido. Probablemente lo que importe destacar de la misma sea los efectos que semejante profesionalización ha tenido sobre nuestra vida política. Porque, precisamente por las razones que señalaba mi colega, este tipo de políticos ha tendido siempre a desarrollar notables resistencias a cualquier iniciativa, por justificada que estuviera, que pusiera en peligro su estatus. Es lógico y humanamente comprensible: para ellos no había vida (en este caso laboral) fuera de la política como profesión.

Alguien podría pensar, un tanto apresuradamente, que la irrupción de nuevas formaciones, con un marcado discurso regenerador de las viejas (y malas) prácticas, ha dado al traste definitivamente con este tipo de trayectorias y, en consecuencia, con las tóxicas perturbaciones que generaban en la esfera pública. Nada me agradaría más que poder suscribir esta interpretación, pero mucho me temo que lo que veo a mi alrededor no la avala en absoluto. Lo que parece más bien es que estamos pasando del modelo de hoja de servicios del político tradicional, recién descrita, al modelo del activista, que habría hecho prácticamente el mismo recorrido (no se le conocería desempeño profesional en sentido propio), solo que en su caso a la sombra de una ONG, orden religiosa o similar.

Por supuesto que también podría incluirse en este mismo grupo a esos políticos jóvenes, procedentes del mundo universitario, en donde los grados de precarización son altísimos, y que ya han dado muestras de su resistencia, a pesar de compartir con el ejemplo anterior la retórica regenerativista, a abandonar el escenario de la política oficial porque ello implica el retorno a un mundo laboral extremadamente volátil e inseguro. Pero el caso del activismo profesional es más claro al respecto. Porque no deja de ser llamativo que quienes tantas energías dedican a criticar las llamadas puertas giratorias, tan benévolos sean con quienes una y otra vez niegan que su activismo oculte pretensiones de promoción política para luego, una y otra vez, incumplir sus promesas y utilizar dicho activismo como plataforma para obtenerla. Aunque quizá, bien mirado, todo se sustancie en que los miedos de estos últimos ante su propio futuro no sean de naturaleza muy diferente a los de aquel presidente de diputación antes aludido.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.

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