La lengua maltratada
La ofensiva contra el catalán no sale de unos siniestros designios exterminadores sino de miserables cálculos electorales
1.— No hay conflicto lingüístico en Cataluña, como puede comprobar cualquier observador con pasear por las calles y plazas de sus ciudades con los ojos abiertos y sin orejeras ideológicas. Es difícil aportar pruebas fehacientes y relevantes de que haya algún tipo de opresión lingüística en el sentido que sea, por una razón muy sencilla, porque no existe y son multitud las personas que usan libremente el catalán y el castellano cuando quieren y como quieren, alternativamente y a veces aunque parezca mentira simultáneamente. Desconozco dónde están, si no es el imaginación de algunos, esos castellano hablantes despreciados y marginados. También es difícil encontrar a esos catalanes perseguidos por la lengua que hablan y a la que un enemigo secular localizado en Madrid quiere literalmente aniquilar.
2.— Sí hay un conflicto político que tiene el uso de la lengua como campo de combate e incluso como objetivo. Lo demuestra la propaganda de unos y otros, los que nos quieren ilustrar sobre el pretendido exterminio de una lengua en manos de la otra o de la otra en manos de la una. Pero este no es un conflicto catalán sino español, fundamentado en la perniciosa y obsoleta identificación entre nación política y lengua o, lo que es peor, entre nacionalismo y militancia lingüística. Esa identificación, al contrario de lo que muchos piensan, no es exclusiva de nadie, sino que se practica en las dos direcciones, del nacionalismo español respecto a la lengua castellana y del nacionalismo catalán respecto a la catalana. Con la curiosa característica de que cuanto más intensa es la identificación en un lado más lo es en el otro. Los nacionalismos se retroalimentan y como consecuencia las lenguas se excluyen y combaten.
3.— Cataluña ha conseguido con su lengua, su lengua propia según la jurisprudencia constitucional, algo similar a un milagro en comparación con casi todas las lenguas de similar tamaño y potencia. El francés de Canadá es parte de la francofonía y tiene siempre a Francia detrás. El flamenco de Bélgica tiene al neerlandés. Las tres lenguas más habladas de la Confederación Helvética tienen sus correspondientes estados vecinos. Sin estos contrafuertes es difícil pensar cuál sería el destino de estas lenguas. ¿Qué es lo que tiene el catalán para explicar su travesía del trágico siglo XX no tan solo sin retroceder sino incluso avanzando de forma ostensible hasta entrar en el XXI en el punto más alto de su historia? Este milagro es catalán, por supuesto. Nada se entendería sin la voluntaria transmisión de la lengua de padres a hijos y sin los esfuerzos institucionales y políticos, en las tres etapas de su moderno autogobierno (Mancomunitat, Generalitat republicana, Generalitat actual). Pero es también un milagro español: cada una de las etapas corresponde a momentos democráticos, de diálogo y entendimiento con los gobiernos del conjunto de España. Y sin embargo, este milagro español anda huérfano porque ahora nadie quiere atribuírselo, sobre todo en épocas de demagogia electoral, cuando lo que corresponde es soplar sobre las brasas de esas identidades y esos nacionalismos que se necesitan unos a otros no para trabajar juntos sino para excluirse.
4.— España, a diferencia de Canadá, Bélgica y la Confederación Helvética, tiene una dificultad histórica, incapacidad quizás, para reconocerse a sí misma como la nación plural que ha sido siempre, una nación de naciones en expresión tan comprensible por todos como rechazada por algunos de uno y otro bando. En las tres etapas antes mencionadas ha realizado pasos destacados que han permitido revertir los destrozos históricos del uniformismo lingüístico. Pero esos pasos han sido siempre de normalización y reconocimiento internos de cada una de las comunidades de hablantes, que son los que han permitido mantener las lenguas y no dejarlas perecer como ha sucedido en otras latitudes. Siempre ha faltado, sin embargo, el paso decisivo, definitivo, del reconocimiento nacional, nacional de la nación de naciones, claro está, el que convierte las lenguas de unos pocos en el patrimonio de todos, incluso los que no las hablan.
5.— Hubo consenso en su día para el primer paso, el que ha salvado al catalán y en general a las otras lenguas españolas, pero no lo hay para este segundo paso, el decisivo y definitivo, el que las convierta en lenguas de todos. Y no solo no hay consenso, sino que hay disenso creciente. Los catalanes, no los nacionalistas, no los soberanistas, no los independentistas, simplemente los catalanes tenemos serios argumentos para sentirnos vejados por el maltrato de nuestra lengua en Baleares, Comunidad Valenciana y la zona fronteriza de Aragón donde se habla y escribe catalán. Y más todavía cuando sabemos que los móviles que alientan la ofensiva contra el catalán no son unos siniestros designios exterminadores sino vulgares y miserables cálculos electorales.
6— La última y más perniciosa manifestación del disenso es la utilización de los tribunales para resolver los conflictos políticos que se plantean a propósito de la lengua. Los políticos transfieren a los jueces primero el arbitraje en el conflicto político, con el riesgo permanente de oponer la legitimidad democrática a la legalidad, y más tarde incluso la responsabilidad de las decisiones técnicas, pedagógicas. Se les obliga a sustituir al legislador y luego incluso al ejecutivo, hasta suplir las incapacidades del ministro de Educación a la hora de ponerse de acuerdo con los consejeros de Educación. El colmo del oportunismo, que debiera provocar sonrojo a todos, gobernantes, legisladores y jueces, es que las sentencias así sonsacadas presidan el arranque de las campañas electorales, para que quede claro que todo vale, lenguas, nacionalismos, identidades, sentimientos, agravios, vejaciones, a la hora de la sucia pelea por el poder.
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