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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Kandinsky, alzhéimer y Antonia

Con la desaparición de las cajas nos hemos quedado sin banca pública y sin la obra social y cultural que financiaban

La historia es conocida. A fuerza de repetirlo acabó convirtiéndose en tópico recurrente: “La fortaleza del sistema financiero español”. Incluso tuvo su derivada local y, en Cataluña, los discursos oficiales se poblaron de referencias a “la fortalesa del sistema català de caixes”. No estoy refiriéndome a la prehistoria, cuando por Sant Jordi aquellos adustos empleados sonreían por un día y regalaban libros generosamente ilustrados a toda la familia. Hablo de un pasado reciente de novísimas oficinas omnipresentes y de desbordante propaganda en todos los frentes. Ya me lo advertía mi abuela Antonia: “Sarna con gusto no pica, pero mortifica”.

El vendaval de la crisis se llevó por delante buena parte del espejismo. Nos reveló (y aún en parte) los desmanes de unos órganos de gobierno regidos por las complicidades entre gestores avariciosos y politizaciones interesadas. Quien no compró un singular edificio modernista, adquirió un histórico monasterio románico, inauguró una brillante sede corporativa o hizo suyo un icónico pedazo de paisaje.

Algunos por convicción, al grito de “tonto el último”, sustituyeron la razón social por ídolos financieros, inmobiliarios… Otros cayeron vencidos por la presión de quien en lugar de moderar atizó. Me lo comentaba, entre resignado e indignado, un miembro de la dirección de una de las menores cajas catalanas. Su prudencia, garantía de saneamiento, era ridiculizada y penalizada por las autoridades reguladoras.

Todo sucedió en pocos años. Y el exceso llevó al precipicio. Allí, en el fondo del abismo, descansa el famoso sistema de cajas. Es cierto que se salvó la mayor, pero su naturaleza es tan particular que voluntaria y significativamente pone su nombre entre comillas.

Del resto colean todavía diversas consecuencias: procesales, financieras, políticas, etcétera. No niego su relevancia. La tienen. Pero para el quehacer cotidiano de la gente, los efectos fueron más inmediatos, más profundos, más graves. Con la desaparición de las cajas y su sustitución por bancos, se cerró el acceso a servicios bancarios por parte de las clases populares, misión originaria de una banca de alma pública.

Con todo, la pérdida fue progresiva. Las propias cajas habían iniciado en su momento la conversión de su personal en meros comerciales. Al otro lado del mostrador o ventanilla, aquel empleado o empleada de banca que velaba por los ahorros, la pensión o el crédito de unos clientes a quienes conocía por su nombre y apellidos había mutado en un personaje acuciado por cumplir con unos objetivos de colocación de alicatados productos financieros y otras estafas de nombres sugerentes.

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Consumada la desaparición, la banca pública es un recuerdo. Y con ella, también se extingue una red asistencial excepcional a cargo de las respectivas Obras Sociales. Parafraseando a un alto ejecutivo de entonces, quizás hubo en los últimos años más Kandinsky que alzhéimer, pero hubo alzhéimer… y bibliotecas, subvenciones, centros sociales, infraestructuras culturales, becas y ayudas diversas.

Mi abuela Antonia, antes citada, fue una de esas beneficiarias. Residente en la gran conurbación barcelonesa, asistía con regularidad al Centro Sant Jordi de Caixa Catalunya del barrio de Les Planes de Sant Joan Despí. Éste asumía una parte importante de los abuelos y abuelas de la zona, descongestionando el único centro público existente. Allí encontró un centro de socialización con actividades que le permitían mantener a raya los males que la aquejaban. ¿Quién le hubiera dicho que descubriría el taichí con más de ochenta años? Pero la crisis obligó al cierre y liquidación de aquella obra social, colapsó la Llar d'Avis pública y retornó a su retraimiento a mi abuela.

El caso va más allá de la anécdota personal y ejemplifica un vacío mayor que las decenas de oficinas cerradas y una afectación más amplia y difusa que los miles de trabajadores prejubilados. Dejó sin servicios bancarios a buena parte de la población, abandonó a multitud de iniciativas sociales, culturales y deportivas, y debilitó una red social paralela imprescindible.

Ciertamente no todo desaparece. Por fortuna y en algunos casos hay quien ha podido mantenerse, redimensionarse o reconvertirse, cómo esas pálidas fundaciones que heredaron las antiguas obras sociales, pero no sus ingresos ni alegrías. Constituyen testigos reivindicativos de aquel pasado. Como el Centro Social y Sanitario Frederica Montseny, legado de aquella Caixa Catalunya que fue. En dicha institución —modélica, acogedora, profesional, asistencial…—, fallecía a principios de mes mi abuela. La pérdida existe. La sufrimos y la sufriremos.

Jaume Claret es historiador y profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.

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