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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El acuerdo

El error mayúsculo de una parte del catalanismo es emborracharse de la épica de los retos imposibles

Convergència Democràtica y Esquerra Republicana, bajo la atenta mirada de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), Omnium y la Associació de Municipis per la Independència (AMI), han acordado la hoja de ruta según la cual el 27 de marzo de 2017, dieciocho meses después de las próximas elecciones al Parlamento catalán, si ambas formaciones cosecharan una victoria, Catalunya sería un nuevo estado independiente con silla en Naciones Unidas. Ahí es nada.

Quisiera aclarar que me cuento entre el grupo de ciudadanos que considera indispensable un cambio de estatus político para mí país, y que piensan que la idea de una Cataluña-Estado es uno de los proyectos estimulantes que han aparecido en medio de esta crisis sistémica y estructural. El catalanismo ha intentado repetidamente contribuir a la construcción de un Estado español capaz de acoger la diversidad de naciones, pero ha sido imposible. La reacción catalana a la sentencia del Tribunal Constitucional es la respuesta a esa pulsión jacobina que se traduce en un trazado radial absurdo de carreteras y trenes, leyes de educación homogeneizadoras, ataques a la lengua catalana, abolición de la autonomía local, distribución injusta de recursos y, en realidad, esa manera tan madrileña de concebir España, que lentamente se ha cargado el espíritu inicial de la transición. Sinceramente de lo que menos culpable me siento como catalán, es del fracaso del Estado español.

Pero volvamos al acuerdo. Lo interesante de las reuniones entre los actores políticos y civiles que han participado en la mesa convocada por la ANC era hilar un itinerario que no dejara fuera a nadie, incluso aquellos que, entre la situación política actual y la independencia, se inclinan por una parada intermedia. Este esfuerzo tenía un doble objetivo: no adelgazar la mayoría soberanista que exige poder decidir democráticamente el futuro político de nuestro país, y conseguir una vía realista de trabajo que haga creíbles las apuestas del proceso para sumar a muchos más ciudadanos.

No era una tercera vía al estilo Duran, no se confundan, pero tampoco debía ser una vía exprés que conduce al fracaso. Ante las dificultades, las dudas, el amago de retirada de algunos y la petición de sellar el acuerdo después de las municipales, CDC y ERC, con los ojos en las encuestas, la cabeza en el ciclo electoral, y rodeados de hiperventilados, no han aguantado la apuesta de fuego lento. El resultado es una foto más pequeña y, peor aún, un texto que es pura fantasía. Ni es creíble la independencia exprés, ni hoy la ola soberanista, a pesar de su potencia, tiene el suficiente empuje para lanzar una suerte de “todo o nada”.

Alex Salmond lo decía hace pocos días en una entrevista radiofónica: “Lo que ha de encontrar Cataluña es un proceso pactado para poder decidir su futuro, como hicimos nosotros” y añadía: “Catalunya debe luchar por este pacto. Que no os falten los ánimos por no haberlo encontrado aún. Creo que un referéndum acordado sería la clave para Cataluña”. La única vía creíble a nivel internacional es un referéndum vinculante y, en consecuencia, hay que cargarse de razones, de aliados y de mayorías absolutas, para doblegar la tozudez del estado actual. Algunos dicen: “Fracasado el llamado derecho a decidir, directos a la independencia”. Olvidan lo esencial, ambos no son dos caminos distintos; uno, el referéndum, es el medio, en un sistema democrático, para conseguir el autogobierno definitivo y el reconocimiento internacional.

Ya sé que me dirán que doblegar a España es imposible, que solo hace falta escuchar a Miquel Iceta mandando a la cárcel a los firmantes del acuerdo para darse cuenta de que no hay nadie al otro lado de la mesa que esté dispuesto al diálogo. Cuando Iceta amenaza (más allá de la vergüenza que tenemos los que nos sentimos herederos del socialismo catalán), y se une a Sánchez Camacho, Bono, Rivera, Montoro, Rajoy o cualquier bravucón unionista, parte del razonamiento siguiente: echar gasolina al fuego excita y radicaliza, acelera la velocidad del independentismo y, en consecuencia, conociendo a la sociedad catalana, el soberanismo empequeñece.

Esa es la jugada del unionismo y el error mayúsculo de una parte del catalanismo es caer de cuatro patas y emborracharse de la épica de los retos imposibles; Catalunya conseguirá todos sus objetivos jugando con su estilo habitual: unidad de todas las sensibilidades del catalanismo, driblar las provocaciones, negociar hasta la extenuación e ir sumando ciudadanos a la aventura.

Si en lugar de recomponer fuerzas, reconocer que hace falta tiempo y paciencia, renegociar un acuerdo con todas las fuerzas políticas y agentes sociales que consideran Catalunya un sujeto político soberano, se opta por el gas a fondo, quizás sea una buena estrategia electoral (especialmente para Convergència, necesitada de taparse las vergüenzas con excitación emocional), pero es un pésimo camino para el país. Quim Arrufat lo definió como el cuento de la lechera, y no le faltan razones.

Jordi Martí Grau es gestor cutural.

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