La verbena transversal
Basta ya de monsergas esperanzadoras más o menos fingidas, salvo que Pablo Iglesias aspire también a ser conocido como Pablo Capillas
Halagando al personal. El otro día, en la Puerta del Sol, Pablo Iglesias enfervorizó a sus seguidores diciendo que la transición política en España no la protagonizó ni el PP, ni el PSOE, ni Felipe González, ni Adolfo Suárez ni el exrey Juan Carlos… Hubo un silencio de mucho efecto para añadir, desgañitado de entusiasmo: fue obra vuestra, de los que estamos hoy aquí, y así siguió dando la lata para desmarcarse de la casta, que ya ni siquiera hizo la Transición. Vale, cariño. Debería saber este aspirante a inquilino de La Moncloa que la inmensa mayoría de los que le escuchaban probablemente no estaban en condiciones de hacer casi nada en aquellos años en los que con tanto tiento había que ir con el Ejército franquista. Y añadir, por si acaso no lo saben sus concursantes, que poco después, en la terrible noche del 23-F, no hay noticia de resistencia callejera alguna cuando la derecha fascista tenía en su poder, encerrados en el Congreso, al Gobierno en pleno y a la totalidad de diputados electos, a quienes no ejecutaron allí mismo porque el anunciado Elefante Blanco no tuvo el detalle de acudir a la cita a tiempo. Ni siquiera en Valencia, donde el capitán general Milans del Bosch desplegó a conciencia sus tanques por las principales vías de la ciudad, mientras la radio emitía sin cesar un parte de estado sitio que ni los de Pinochet. Ni siquiera entonces se tiró nadie a la calle para testimoniar la atrocidad en marcha, así que nos quedamos incluso sin nuestra hermosa foto a lo plaza de Tiananmen china como cántico gráfico a la resistencia en general. Así que basta ya de monsergas esperanzadoras más o menos fingidas salvo que Pablo Iglesias aspire también a ser conocido como Pablo Capillas simplemente. Y a sonreír todos en comandita, eso sí, siempre entusiasmados, tanto como el núcleo, la casta dirigente de Podemos, que aliña sus fastuosas intervenciones enlazados por los hombros, como el que se dispone a celebrar con un fastidioso baile tradicional la urdimbre de una trama en pañales todavía.
¿Después de Fabra, qué? Es cierto que en Valencia resulta un poco lacrimógeno hablar de la bicha bipartidista en serio, dado el tiempo que los llamados populares dominan el panorama en las Cortes por completo. Sobre ello podría decirse que la ciudadanía valenciana ha devenido en admiradora del conformismo o bien en compañera de viaje de la corrupción, porque otra hipótesis no se entiende. Si no es que el masoquismo fallero haya por fin alcanzado también a hábitos de conducta ajenos a las alegres celebraciones puntuales. Aunque muchas veces se exprese lo contrario, el bipartidismo que nos abruma no solo es aburrido, sino también arbitrario: hay más opiniones políticas entre el cielo y la tierra de las que contemplan el PPCV o el PSPV-PSOE, pero casi siempre carecen del apoyo del votante para resultar socialmente relevantes. Aquí pasamos del partido único a un revolcón de ilusiones durante la Transición, para acabar prácticamente votando a uno u otro de los dos partidos más potentes, que ahora se diría agotados salvo que reviscolen (todo es posible en política, hasta que un Berlusconi cualquiera alcance el poder por el que combatió Berlinguer). Así que empieza a ponerse de moda la transversalidad como solución a la ruina económica para casi todos que nos invade. Ni derechas ni izquierdas, sino todo lo contrario. Un hallazgo algo longevo que siempre termina por asfixiar a los transversales. Seguiremos.
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