Una melancólica sensación
El paso de un nacionalismo tranversal y flexible a un independentismo puro y duro le está restando votos a CiU
Durante muchos años se supo perfectamente lo que era Convergència i Unió (CiU): una coalición electoral —y después una federación de partidos— que ocupaba el centro político catalán, influyente en Madrid y que gobernaba la Generalitat. Hoy se trata de dos partidos —vinculados pero distanciados— que hacen esfuerzos para sobrevivir y son arrastrados por otras fuerzas dentro de un convulso e inestable mapa político. ¿Qué ha sucedido para que se produjera ese cambio? Veamos.
CiU había tenido la habilidad de captar el voto de sectores sociales muy distintos. Se había ganado la confianza de los grandes, medianos y pequeños empresarios pero también de las clases medias asalariadas, así como del mundo rural y del ámbito de la cultura y la enseñanza. Era un auténtico grupo político transversal, gracias sobre todo a su ambigüedad en las políticas económicas y sociales, siempre moderadas, y al discurso nacionalista que aglutinaba sectores muy diversos. Esto último constituyó, probablemente, la clave de su éxito.
En efecto, con la inapreciable colaboración de la izquierda, de unos acomplejados socialistas y comunistas, CiU supo imponer como ideología única y natural un catalanismo elástico en el que se podían reconocer nacionalistas auténticos, independentistas de corazón, así como sectores muy vagamente sensibles a las cuestiones nacionales pero que, con razón, consideraban que la lengua catalana había sido maltratada por el franquismo y, de acuerdo con la ley del péndulo, se mostraban comprensivos con ciertos excesos. CiU consiguió imponer ese catalanismo como la ideología políticamente correcta: todo discrepante corría el riesgo de ser marginado y era premiado el que se portaba bien.
Con estos ingredientes, sabiamente dosificados, CiU triunfó durante dos largos decenios. Pero, además, se añadiría otro elemento, tanto o más importante que los anteriores: un líder, un gran líder. CiU no puede explicarse sin la personalidad de Jordi Pujol.
Con Esquerra se pueden pactar, por ejemplo, políticas sociales o económicas, pero nunca aquellas que afecten a cuestiones nacionales
Conocido entre las élites sociales y culturales en la segunda etapa del franquismo, con aureola de luchador contra la dictadura y de banquero peculiar, Pujol fundó Convergència en 1974, obtuvo primero unos resultados bastante mediocres pero mejoró en las primeras elecciones autonómicas de 1980 hasta el punto de ser la minoría parlamentaria más votada. Entonces, al aliarse con una dócil ERC, fue proclamado presidente de la Generalitat y formó un gobierno monocolor. Desde esta posición de relativa fuerza, y con la ayuda que le supuso el trasvase de voto de la extinta UCD, arrasó en las siguientes autonómicas, las de 1984. A partir de ahí, tres mayorías absolutas, dos gobiernos en minoría con el apoyo del PP y una importante representación en el Congreso. Pujol fue más que un presidente autonómico, fue una figura admirada y respetada en el resto de España.
De esta apoteosis a la decadencia, pasando por un lento declive, transcurrieron casi veinte años. En 2003, con Artur Mas de candidato en sustitución de Pujol, CiU dejó de ocupar el Gobierno de la Generalitat. Pero la causa de esta pérdida no fue la personalidad del candidato sino el grave error socialista de aliarse con ERC (y con IC) para formar una contradictoria mayoría con el objetivo de que Pasqual Maragall alcanzara la presidencia de la Generalitat a cambio de proceder a una reforma del Estatuto. Con Esquerra se pueden pactar, por ejemplo, políticas sociales o económicas, pero nunca aquellas que afecten a cuestiones nacionales. Pactar un nuevo Estatuto fue una ingenua imprudencia. A partir de entonces, para competir con Esquerra, CiU se vio obligada a subir el listón del nacionalismo hasta llegar al límite: la independencia de Cataluña. Ello sucedió tras la alocada disolución parlamentaria de septiembre de 2012. Allí empezó la desnaturalización definitiva de CiU: pasó a convergirse en una Esquerra bis. Todo un triunfo de ERC, por cierto.
En efecto, el paso de un nacionalismo trasversal y flexible, en el que muchos se reconocían, a un independentismo puro y duro, le está restando muchos votos a CiU: por un lado de personas que no son independentistas y, por otro, de quienes prefieren el original a la copia y se pasan a ERC. En todo caso, CiU está perdiendo a una parte importante de sus votantes tradicionales, ese empresariado de todos los niveles que ha echado cuentas con eso de la independencia y ve que no le salen los números. Y no hace falta ser empresario para tener esa sensación: también muchos asalariados, altos y bajos, estiman que el porvenir económico se oscurece con la aventura independentista.
Pero hay otro factor, el factor líder. Que el más importante dirigente histórico del catalanismo y su familia sean los protagonistas de un escándalo de corrupción de gran magnitud, ha sumido a CiU en una melancólica desorientación: sometida a los dictados de ERC, y de tres asociaciones civiles que le controlan la calle, ya no es ni la sombra de lo que fue. Si además el actual presidente estuviera directamente implicado en los manejos de la familia Pujol, habría sonado la hora del adiós. Mucho antes del 27 de septiembre.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.
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