La aventura de Cervantes en Madrid
Alumno del humanista Juan López de Hoyos, asistió conmovido a la muerte de Bartolomé de Las Casas junto a la basílica de Atocha. Un duelo le obligó a marchar a Italia.
Estudiosos de todo el mundo miran hoy hacia Madrid con la esperanza de que un equipo de científicos encuentre los restos mortales de Miguel de Cervantes. Su huella en Madrid se pierde en un rincón, hasta hace poco desconocido, de una iglesia del convento del Barrio de Las Letras donde fue enterrado hace cuatro siglos. Regentado por la orden Trinitaria redentora de cautivos, el templo había sido costeado por una beata de la época que quiso adueñarse de la congregación allí instalada, sin conseguirlo. Por tal causa, la iglesia primitiva fue demolida y el monasterio cambió de configuración. Aquello determinó el extravío de los despojos del escritor.
Hoy habitan el convento 13 religiosas bajo el ascendiente de la abadesa, sor Amada. Son ellas quienes han conservado una tradición oral según la cual el novelista universal sigue sepultado en un lugar por descubrir, intramuros del convento. Allí fue enterrado descalzo, envuelto en el hábito franciscano de la Venerable Orden Tercera, al día siguiente del viernes 22 de abril de 1616, cuando murió a consecuencia de una diabetes hidropésica. Posteriores obras de transformación del convento donde fue enterrado hicieron, 57 años después de su muerte, que la localización exacta de su sepultura acabara por perderse.
Sin embargo, la presencia de Miguel Cervantes, aunque nacido en Alcalá de Henares en 1547, había sido señera en el Madrid de la segunda mitad del siglo XVI, desde que, siendo apenas un mozalbete, participó en las lecciones de Gramática y Humanidades que impartía su maestro, Juan López de Hoyos, desde un casi chiscón cercano a la cuesta que hoy conecta las calles Mayor y de Segovia, ya cerca del Viaducto. Agudo de ingenio, grave de porte y grácil de pluma, Cervantes asimiló las enseñanzas de su maestro con aplicación, "alto conceto" y desenvoltura.
Antiguo linaje
Nació cerca de la festividad del arcángel que le dio nombre a finales de septiembre de 1547 en Alcalá de Henares, en el hogar de Rodrigo Cervantes, cirujano, y de Leonor de Cortina. Su linaje entroncaba con una noble familia gallega, emigradas sendas ramas hacia el Sur andaluz, Sevilla y Córdoba primero, y el centro castellano, después. Las causas de aquel éxodo fueron, según creen algunos estudiosos, debidas a razones políticas, tras enfrentarse los Saavedra a los Reyes Católicos en su impulso centralizador. Ello determinaría su cambio de apellido original, Saavedra, por el de un pueblo, Cervantes, del feudo de sus ancestros en Lugo.
Alcalá conserva hoy, junto a su plaza de la Constitución, el lar de la iglesia donde fue bautizado Cervantes. De mozalbete, acude a Madrid y aquí vivirá y presenciará varios episodios que marcarán su vida. Lector impenitente, pensadores como el catedrático José Luis Abellán le atribuyen una pasión profunda por la lectura de los textos de Erasmo de Rotterdam, puntal del humanismo renacentista.
Con aquellos mimbres teológicos y morales adquiridos en Alcalá y Madrid, Cervantes figuró en el reducido núcleo de jóvenes que asistieron de cerca a la senectud, la agonía y muerte de fray Bartolomé de Las Casas, llamado el “Apóstol de los Indios”, fallecido en 1567 en un convento dominico que se alzaba junto la Basílica de Nuestra Señora de Atocha.
No mucho después de aquel episodio, Cervantes se ve envuelto en un duelo en el que malhiere a Antonio de Segura, aparejador real. Un profesor de la Universidad de Alcalá sostiene que Cervantes fue amigo personal de un allegado a Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, hermano bastardo de Felipe II y sospechoso de pugnar secretamente por la independencia de Flandes según los espías de la Corte de Madrid. Cuando Escobedo fue asesinado en un oscuro complot en el corazón de la Villa, junto a la iglesia de Santa María, Cervantes supo que su amigo, testigo de aquel asesinato, había muerto a estocadas también puertas adentro de la muralla de la Villa. Entonces se ve en peligro y huye de Madrid. No se sabe bien si por haber malherido a Segura o bien por temor a ser liquidado por su información sobre el verdadero inductor del crimen contra Escobedo.
Herido en Lepanto
El caso es que Miguel de Cervantes se marcha a Italia y se aproxima al séquito del cardenal Acquaviva. Al poco, corre el año 1570, se enrola en la Armada que España, Génova y Venecia preparan contra el Turco. Como señala el historiador Francisco Marín Perellón, el alistamiento procuraba un olvido legal de delitos como el homicidio.
Frente a las costas de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, a bordo de la galera Marquesa al mando de don Juan de Austria —con él vuelve a hallarse tras el episodio del secretario Escobedo—, Cervantes, enfermo de fiebres, es obligado a permanecer en cama. Se combate fieramente. El fragor del combate contra el turco empuja a Cervantes a cubierta, donde lucha hasta que recibe en el pecho dos balas de arcabuz, y una tercera que le deja inservible para siempre la mano izquierda. Son precisamente esas heridas, si es que se encuentran sus huesos en la cripta de las monjas trinitarias, las que permitirán en primera instancia averiguar si los restos hallados son los suyos.
Su memoria cuenta en Madrid con algunos hitos, como la estatua en su honor que se alza en la plazuela situada frente al palacio del Congreso de los Diputados; la calle que lleva su nombre, paralela a la del convento donde fue sepultado, bautizada con el nombre de su amigo Lope de Vega; el enorme conjunto monumental de la Plaza de España, dedicado a su personaje universal y a su escudero. Y la pequeña calle de Don Quijote, que va a dar a la de Raimundo Fernández Villaverde. Poco más en una ciudad donde Cervantes frecuentó los mentideros de las gradas de San Felipe, en la puerta del Sol, así como los garitos de reunión en torno a los teatros de la Cruz y las corralas de la calle del Príncipe, además de las Trinitarias, su templo predilecto.
Empero aún, algunos destellos del habla madrileña sazonados de ironía, más cierta socrática actitud ante las adversidades, parecen permanecer todavía en la calle y mantener el rico legado de una vida y una obra como las suyas, de fabulares y ensoñaciones, embebida en la de sus personajes, bajo los altos celajes madrileños. Fue Madrid la ciudad que vio nacer de la imprenta de Juan de la Cuesta, en la calle de Atocha, 87, lo mejor de la sorprendente prosa cervantina, matérica, visual y cristalina, apenas a un centenar de metros en línea recta de donde fuera enterrado, cerca de su hija natural Isabel de Saavedra, monja profesa, y de su dulce esposa, Catalina de Salazar y Palacios, muerta en 1623.
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