Dos cuestiones palpitantes
'Ciutat morta’ golpea nuestra conciencia con una historia de corporativismo, furia vengativa y connivencia judicial
Ciutat morta’. Es probable, como enuncia el ministerio fiscal, que el documental emitido el sábado pasado en canal 33 sobre los hechos acontecidos el 4 de febrero de 2006 no puedan aportar pruebas concluyentes sobre la culpabilidad o no de las personas que se vieron involucradas en tales hechos. Pero que ello sea así, no significa que el documental no haya creado entre los que lo visionamos una inquietud cercana a lo incomprensible, por no decir también al pánico, dado que cualquiera de nosotros o de nuestros hijos pudieron verse comprometidos en esa película de terror.
El documental Ciutat morta, aparte de su valor intrínseco, nos emocionó y también golpeó nuestra conciencia de ciudadanos muy cómodos en la villa idealizada en la que vivimos. Ciutat morta es un ejemplo de verosimilitud artística, pero no deberíamos olvidar que si eso es así, además de la competencia de su director y guionista, es porque esa verosimilitud se apoya sobre una verdad histórica y humana incontestable: el 4 de febrero sucedió algo muy triste y casi irreversible (como el hecho, entre otros, de que un policía quedó discapacitado para siempre por obra de una agresión de culpabilidad, por el momento, ignota) y fue el inicio de un tenebroso asunto, que nunca debió producirse, primero policial, luego judicial y al final político.
La intransigencia judicial que sucedió a los hechos, apoyado sobre atestados repletos de lagunas, inexactitudes y sospechosas confirmaciones policiales, no hace otra cosa que alarmarnos con fundamento. Y por si todo ello no fuera suficiente, acampa en el seno de la policía local, con rampante determinación, una impunidad indigna de un cuerpo de proximidad creado para ponerse al servicio de la comunidad y no para vengarse de ella cuando algunos de sus miembros incurre en una falta, delito o incluso crimen.
Mucho de corporativismo mal entendido, mucho de furia vengativa en connivencia con algunos miembros del cuerpo judicial y el silencio injustificable de los jefes políticos han terminado con gente inocente en la cárcel, sin contar con la poeta madrileña Patricia Heras, que destrozada anímicamente, no supo sino en el suicidio encontrar la mejor solución para escapar del kafkiano asunto en la que se vio fatalmente envuelta.
El cuerpo policial del Ayuntamiento de Barcelona ha demostrado en este y en otros casos no tan extremos practicar la filosofía de la mala pinta
El cuerpo policial del Ayuntamiento de Barcelona ha demostrado en este y en otros casos no tan extremos practicar la filosofía de la mala pinta, una ley que se sacó de la manga Sarkozy cuando era ministro de Interior de Francia. Si llevas pendientes, si el color de tu piel resulta altamente sospechosa, si das muestras de simpatizar con movimientos alternativos o de sexualidad inclasificable para la moral pública, si todo eso aflora desfigurando tu condición de ciudadano libre de toda sospecha, estás muerto. Y es posible que algún juez que participe del mismo decálogo moral, se avenga a rematar la faena.
El caso ‘Charlie Hebdo’. Hace unos días, una escritora española de reconocido prestigio afirmó que debemos defender el derecho a chotearnos del poder y de la religión. Y el lunes, el escritor francés Michel Houellebecq sentenció que “uno tiene derecho a escribir si quiere una novela islamófoba”. Ante tanta seguridad, yo me inclino por la duda. Y no es la mía una duda retórica. Ahora que tanto, y no sin razón, se cita a Voltaire, yo apelaré al matemático y pensador francés Blaise Pascal. Pero antes quiero relatarles una pequeña historia que tiene que ver con mi reflexión.
Hace algunos años tuve la oportunidad de compartir mesa con los familiares de un amigo mío americano. Esto sucedió en Norteamérica. Mi amigo me alertó de que sus padres tenían por costumbre bendecir la mesa. En el momento del ritual, que duró apenas unos segundos, con la cabeza baja mirando el plato, recordé una frase de Lenin que siempre me hizo pensar: “Cuando escucho a Bach me dan ganas de creer en Dios”. Eso me hizo entender algunas conversiones espirituales, desde san Agustín hasta la famosa conversión del poeta francés Paul Claudel una noche de Navidad en Notre Dame.
El ritual de la mesa al que asistí me pareció algo más que la rutina religiosa, que también; entendí que detrás de ese acto se escondía una duda existencial: no saber exactamente a quién debemos, aparte de nuestra composición genética y estructura bioquímica, nuestra realidad espiritual. Hay gente que tiene esa duda y que también tiene derecho a llevarla. Y que tiene derecho a llevarla sin que venga nadie a decirle que su creencia es una payasada digna de escarnio y ya no digamos digna de ser interpretada como una fe de rebaño o de masas alienadas.
Ahora retomo a Pascal. Mucha gente vive como si Dios existiera. Pascal, en sus Pensamientos, explica su famosa prueba de la existencia de Dios, que no es otra cosa que una arriesgada apuesta existencial. No sabemos si Dios existe, ¿y si existiera? Ante tan trascendente duda, ¿qué derecho tenemos a chotearnos de las religiones? ¿Y qué derecho tenemos a odiarlas?
Jorge E. Ayala-Dip es crítico literario.
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