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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Malditas identidades

El problema es la marginación y la falta de expectativas en un mundo en el que el prestigio lo da el dinero y no la religión

Una de las primeras reacciones a los atentados de París fue la concentración de un grupo de paquistaníes en la Rambla del Raval de Barcelona condenando la masacre. Querían dejar claro que no es lo mismo el islam que el yihadismo, una cuestión que se ha repetido estos días. Sin embargo, leo en Le Monde que han sido pocos los habitantes de las banlieues que se han adherido a la gran manifestación republicana del 11 de enero. Como si ese mundo y esa llamada a la unidad nacional no fuera con ellos. Algo similar parece que ha ocurrido en algunas escuelas francesas donde ha sido difícil mantener una clara unidad de repulsa contra los asesinos y de homenaje a las víctimas. ¿Un nuevo fracaso de la educación? ¿O de muchas más cosas? “¿Cómo responder al reto de vivir juntos si la coeducación social y escolar brilla por su ausencia?”, señalaba el diario francés, añadiendo que, en algunos centros escolares del norte de Marsella, el 95% de los alumnos son musulmanes.

Cuando John Locke publica (en Holanda y anónimamente, para evitar represalias) la Carta sobre la tolerancia, el propósito es poner fin a la interferencia de la religión en la política y extender sin cortapisas la libertad religiosa. Locke se apoya en el consejo evangélico: “Al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”, y afirma que en la “sociedad libre de hombres voluntariamente reunidos”, los sacerdotes y las iglesias están de más. Al Estado no deben preocuparle la salvación de las almas, la idolatría o la herejía porque, de ser alguna cosa, son asuntos privados y, por lo tanto, libres. El Estado ha de velar por la paz y la concordia, y la mejor forma de conseguirlo es reconociendo la libertad religiosa como un derecho fundamental.

Que el islam no ha tenido su propia Ilustración ni ha sido capaz de separar la religión de la política es un hecho y una de las explicaciones que suelen darse al radicalismo islámico. Pero ¿por qué a los occidentales, herederos del cristianismo, que iniciamos hace tiempo un proceso de secularización, nos cuesta tanto prescindir de las identidades religiosas y ver a los individuos como tales y no como musulmanes, judíos, europeos, occidentales o republicanos ilustrados? Las etiquetas simplifican los relatos y hacen a las personas idénticas, todas iguales bajo un mismo rótulo. Llevadas al extremo, las identidades son coartadas para justificar las peores barbaridades. Los primeros apóstoles de la tolerancia buscaban un modo de acabar con las guerras de religión que, durante años, asolaban Europa. Pensaban que individualizando la fe conseguirían eliminarla como una causa de contienda y destrucción, también de dominación. Algo se ha conseguido al propósito, pero no para estar satisfechos. Las religiones reviven en formas cada vez más fundamentalistas e intolerantes.

Olivier Roy alertaba en este periódico del error de pensar que existan comunidades musulmanas como tales en Francia. Explicaba que la red de escuelas de confesión musulmana es pequeña, que no hay organizaciones representativas ni movilizaciones en las calles de signo musulmán. Y que los musulmanes en Francia viven más integrados de lo que se suele dar a entender a través de los medios de comunicación y de los discursos políticos. No es raro que sean ellos mismos los que más temen ahora el rechazo de los islamófobos, otra ideología construida sobre el rechazo de un colectivo que se presume homogéneo y al que se convierte en chivo expiatorio del malestar, los recortes y las desigualdades.

El empeño secularizador que se inició con la modernidad impulsó efectivamente la libertad religiosa y la libertad de expresión. Pero la libertad se compagina mal con las adscripciones identitarias fuertes. No ayuda a crear personas moralmente maduras, capaces de pensar por sí mismas, como preconizaba Kant a propósito de la Ilustración. Un país que se reclama de la libertad como lo más específico de su patrimonio cultural y moral ha de conseguir que sus ciudadanos sean vistos sobre todo como individuos capaces de ser lo que deseen ser, personas que puedan escoger entre los estilos de vida que tienen a su disposición el resto de ciudadanos.

Cuando se produjo el caso Salman Rushdie, Michael Ignatieff escribió: “Lo único en que estaban de acuerdo los liberales antiislámicos y sus contrarios fundamentalistas era en que existía algo llamado comunidad islámica”. Ni el multiculturalismo ni la asimilación del diferente en una sola cultura han dado buenos resultados. Porque el problema no es la cultura sino la marginación y falta de expectativas en un mundo en el que el prestigio social se funda en el dinero que uno tiene y no en la religión o la nacionalidad. Lo primero que reclaman los que se sienten diferentes allí donde se hace bandera de la libertad son las condiciones necesarias para poder ser de verdad libres. Libres para poder cultivar su diferencia si así lo desean, no como una necesidad porque no tienen nada más a lo que agarrarse.

Victoria Camps es profesora emérita de la UAB.

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