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Crónica
Texto informativo con interpretación

Diga que se lo pedí yo

Conocí a Vaclav Havel de cerca, en una entrevista cuando ya era presidente de Checoslovaquia

Vaclav Havel (izquierda) y el disidente Frantisek Kriegel, uno de los primeros en firmar la Carta 77, en 1978.
Vaclav Havel (izquierda) y el disidente Frantisek Kriegel, uno de los primeros en firmar la Carta 77, en 1978.UIG

Algunas personas han llevado vidas tan extraordinarias que su recuerdo se te queda como una obsesión, como si fuesen paradigmas de una especie humana parecida a la nuestra pero diferente. Un día me gustaría levantar la lista de esos fantasmas particulares y desde luego en ella figuraría el dramaturgo y político Vaclav Havel. En estas fechas en que se celebra el veinticinco aniversario de la Revolución de terciopelo su recuerdo vuelve a imponerse y releo su obra teatral, traducida por Monika Zgustova y publicada en Círculo de Lectores bajo el título Largo desolato y otras obras, y la biografía, o más bien hagiografía de Eda Kriseová que publicó Espasa. No sé si el aniversario habrá dado nueva vida a esos libros, aunque estos días he estado comprobando con agrado que aquella dramaturgia que funde el teatro del absurdo de Ionesco con el teatro de denuncia de Brecht —pero en un tono más doméstico o íntimo—, aguanta el paso de las décadas, especialmente en Vernisage, Fiesta en el jardín y sobre todo en Largo desolato,que es la tremenda declaración de fatiga, miedo y hastío del disidente que tras entrar y salir repetidamente de la cárcel como el mismo autor, acosado por sus amigos, su esposa y su amante en pos de iluminación, y por la policía política que en cualquier momento puede presentarse en su casa para devolverle a la celda pero cuando aparece es sólo para decirle que está definitivamente libre, porque su oposición es insignificante, reclama salir de todo eso: “¡Déjame en paz! ¡Dejadme todos en paz!”. Telón.

Como tantos periodistas, tuve ocasión de ver de cerca a Havel, durante una entrevista en un salón del Castillo de Praga, cuando ya era presidente de Checoslovaquia —aun existía esa efímera república: 1918-1992—, pero la imagen más fuerte que viene a mi conciencia cuando pienso en él es una foto (descrita, por cierto, en una novela de reciente aparición) que le tomaron en los años ochenta cuando todavía era un disidente: se le ve de medio cuerpo, vestido con ropa informal, sentado a una mesa de la taberna cerca del río que frecuentaba, que creo recordar que se llamaba La carpa. Con una mano se cubre la boca o se atusa el bigote, en una actitud reflexiva y ausente; y en la pared detrás suyo se ve un anuncio de la época en el que una joven desnuda y risueña se abraza a una botella de cerveza Staropramen, como la idea de un interesante súcubo que quiere meterse en los pensamientos de Havel. Sobre la mesa hay una jarra de cerveza mediada y un cenicero de vidrio, con sus colillas. La clandestinidad no llevaba una vida de hábitos muy sanos.

Pero de todas las frases de Havel, que era un hombre y un presidente de excepcional locuacidad, la que para mí le define y resume se remonta al año 1977, cuando visitaba a posibles signatarios del manifiesto fundacional de la disidencia, la Carta 77. Para tranquilizar al interlocutor, naturalmente angustiado por las consecuencias que para sí y su familia pudieran derivarse de su firma en aquel manifiesto Havel le decía la siguiente frase: “Si le detienen e interrogan, no se preocupe, diga que el documento se lo entregó Vaclav Havel”.

Diga que se lo pidió Vaclav Havel.

El peso de asumir esa responsabilidad fatalmente iba aumentando sus probabilidades de ser aplastado por las fuerzas de Seguridad del Estado y el hombre ingresó en la cárcel en 1977, 1978, 1979, 1980-1983, 1988 y 1989, además de puntuales arrestos en comisaría, y al mismo tiempo nutría su liderazgo moral, su ascendiente sobre multitudes que sólo conocían su nombre de verlo calumniado en el órgano de prensa oficial Rude Pravo. Así en abril de 1989 Havel estaba en la cárcel de Pankrác pero ocho meses más tarde era presidente de la República.

Aquel dramaturgo reciclado en estadista protagonizó muchas entradas y mutis teatrales, escenas dramáticas, conmovedoras, admirables, y algunas inevitablemente también penosas, pero entre mis preferidas está el momento en que un emisario del Gobierno le visita en la cárcel de Hermanice para ofrecerle puente de plata al exilio en USA, donde Milos Forman (el cineasta de Amadeus) gestiona su libertad, y él rechaza la oferta; y la noche en el caserío de Hrádecek, en la clandestinidad del granero de su amigo Krob, en que él mismo representa su pieza para dos actores La audiencia ante un público de diez personas; su encuentro, ya en los días de la Revolución de Terciopelo, con el inolvidable Alexander Dubcek, el líder de la fallida primavera de Praga de 1968…

Pero, como decía antes, entre tantas escenas y fantásticos tours de force me quedo con aquel momento de 1977 en que un hombre de cuarenta años entra en un piso de Praga, se sienta en el comedor, extrae de la cartera la Carta, discute con su anfitrión sobre el valor del manifiesto que ese año sólo obtendrá 242 signatarios pero que será decisivo en la formación de una masa crítica de oposición y tiende el bolígrafo; su interlocutor lo coge, y mordiéndose el labio estampa su rúbrica. El visitante se alegra: ya ha obtenido otra preciosa firma; y entonces, fijándose en la preocupación del otro, se ofrece: “Diga que se lo pidió Vaclav Havel”.

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