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Una asombrosa facilidad para el periodismo

El escritor y personaje muy popular de los medios catalanes fallece en Barcelona a los 62 años

Jacinto Antón
Joan Barril.
Joan Barril.Vicens Giménez

Joan Barril (Barcelona 1952) ha fallecido en el hospital Clínic de Barcelona tras dos meses de hospitalización, a causa de una falla multiorgánica complicada por una neumonía. Periodista y escritor, Barril era uno de los personajes más conocidos del mundo de los medios catalanes. Director del semanario El Món y jefe de opinión del Diari de Barcelona, destacó después especialmente como columnista y cronista en El PAÍS, La Vanguardia y El Periódico de Catalunya y por sus programas radiofónicos como El Cafè de la República -que siguió haciendo hasta que su estado de salud se lo impidió-, en Catalunya Ràdio, y televisivos como el imaginativo L’illa del tresor en Canal 33, en dúo con su gran amigo el director de teatro Joan Ollé, o Qwerty, consagrado a la literatura, en Barcelona TV. Bon vivant –le deleitaban los grandes puros y la buena mesa-, afable, hombre de muchos amigos y enorme personalidad, dotado de asombrosa y envidiable facilidad para la escritura (su principal característica) y la conversación, rey de las metáforas, Barril tuvo una prolífica carrera literaria en la que logró premios e impacto popular.

Entre sus obras destacan la novela Un submarí a les estovalles, ganadora en 1988 del Premi Pere Quart de humor y sátira y llevada al cine, y Parada obligatòria, con la que consiguió el Ramon Llull en 1998. Ganó también dos veces el Premio Ciutat de Barcelona en la categoría de Periodismo. Hijo de un oficial de notaría –su padre, que le sobrevive, estuvo con él hasta el último momento, aferrando su mano (una de las imágenes que más conmovían a Joan era precisamente la de las manos entrelazadas de padre e hijo al principio y al final de la vida)- y una vendedora de mercados ambulantes, heredó cualidades de ambos: la exactitud del uno y la capacidad de la otra de relacionarse con la gente. Llegó al periodismo tras intentar otras cosas de joven, entre ellas montar una quesería de renombre en Barcelona.

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Cuando pienso en Joan Barril me vienen dos imágenes a la cabeza. Una hace muchos años, cuando Joan trabajaba en EL PAÍS, durante una comida en un restaurante en la Barceloneta en la que compartíamos mesa con Agustí Fancelli, con el que le unían tantas cosas. Joan, a la sazón crítico gastronómico en el diario bajo seudónimo femenino, solía llevarme de acompañante en sus excursiones culinarias porque soy de paladar insensible y le encantaba ver cómo reaccionaban (generalmente mal) los maîtres cuando tras no entender nada de la carta preguntaba si me podían dar una tortilla muy hecha-. Habíamos pedido varios tipos de arroces y se equivocaron con el mío; cuando se lo hice notar al camarero este empezó a retirarlo pero en el acto Joan y Agustí, cada uno con una mano y sin dejar de sostener el tenedor con la otra mientras daban cuenta de sus respectivos platos, sin levantar la mirada, aferraron la paellera para retenerla. “Deje, deje, que ya nos arreglaremos”, zanjó Joan con aquella cara de inocente pillería que ponía. Joan y Agustí, qué gran pareja de amantes de la vida.

La otra imagen es de hace unos meses. En julio, Joan me invitó a su programa de Catalunya Ràdio El Cafè de la República para hablar de la Primera Guerra Mundial. Me sorprendió encontrarlo decaído, lo que achaqué a un ataque de melancolía o de aburrimiento, a los que era proclive. Se animó con la charla –aunque no es que las trincheras sean para levantarle el espíritu a nadie-. En el transcurso del programa saqué de la mochila el típico casco alemán con pincho de la Gran Guerra (pickelhaube) que llevaba para dar ambiente y vi cómo le brillaban los ojos. “¿Puedo?”. Claro Joan (en realidad para eso lo había traído). Se lo puso y continuó así, sin importarle, sino al contrario, las miradas curiosas, atónitas y divertidas de los transeúntes (el programa se hacía en el estudio acristalado que da a la calle). Estaba graciosísimo; no lo olvidaré nunca, con esa cara característica que conjugaba a la vez la inteligencia, la ironía, la bondad y un cierto fastidio vital.

Se movía entre las mesas a la antigua usanza de los viejos periodistas en busca de ideas
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Hay muchísimas personas, grandes profesionales, seniors, que fueron jefes y compañeros suyos, que pueden hablar más y mejor de Joan Barril. Yo solo puedo aportar la gran admiración y el enorme cariño de quien trabajó un tiempo a su lado, aprendiendo mucho, en la redacción de EL PAÍS, donde desembarcó ya como cronista y columnista de renombre, y el testimonio de quien le ha ido viendo luego intermitentemente a lo largo de la vida, teniéndose siempre, modestamente y a veces demasiado calladamente, por su amigo.

Joan ha tenido muchos avatares, siempre con éxito. Ha sido periodista de fama, popular y premiado novelista, radiofonista célebre. Ha tenido peso en las principales redacciones del país tanto por sus conocimientos y virtudes profesionales como por su poderosa personalidad y su capacidad de empatía. Se movía entre las mesas a la antigua usanza de los viejos periodistas en busca de ideas, poniendo el oído, preguntando, comentando, atrapando aquí y allá materiales para construir sus impecables textos, siempre con su característica melancolía dulce, cargando el peso en el sentimiento. “A ver, ¿de qué podríamos escribir hoy?”, preguntaba a diestro y siniestro. El otro día un antiguo documentalista de El PAÍS recordaba como Barril había confeccionado una columna sensacionalmente emotiva a partir de la breve conversación que tuvieron sobre la muerte de su gato. Experiencias parecidas hemos tenido todos los que hemos estado alguna vez a su alrededor. Catalizaba magistralmente. Transformaba una anécdota, un pequeño acontecimiento, una experiencia, una frase en material de primera. Tenía un extraordinario olfato para saber lo que podía convertirse en algo que emocionara al lector: ese era su objetivo principal. Y tenía los recursos. Su facilidad para la escritura era proverbial. Tenía el don de saber juntar bien las palabras, que es una de las cualidades esenciales del oficio.

La imagen de Joan masticando su puro (¡se podía fumar!), sentado sobre tu mesa, buscando conversación con aquella sonrisa zalamera y perspicaz de gato de Cheshire, es de las que perduran en la memoria. ¡Qué tipo! Le encantaba acompañar a los reporteros adonde quiera que fueran en busca de información: al Parlament, a una rueda de prensa, a la presentación de un libro, y si podía ser a una comida. En la vieja redacción de EL PAÍS en la Zona Franca íbamos a veces hasta la cabecera de pista del aeropuerto del Prat para ver pasar por encima los aviones mientras aterrizaban, espectáculo que él saludaba con el entusiasmo de un niño. Generoso, risueño –aunque a mí siempre me parecía detectar algo vulnerable y tristón en su bonhomía-, Joan tenía los defectos de las grandes personas. Un ego considerable y a la vez muy frágil, la pereza del que consigue la excelencia con poco esfuerzo, la falta de metas claras de quien lo ha conseguido casi todo. De un catalanismo amigable y sensato, era un lector compulsivo, y pianista autodidacta. Un amigo de antiguo, de juventud y militancias sesenteras, lo recordaba como “el mejor de todos nosotros” y como la versión amable de la resistencia al final de la dictadura franquista. En Joan se podían juntar Lukács y Martí i Pol, el orgullo y la sensatez, el intelecto y la pasión, el anhelo de lo sublime y los pecadillos de mantel. En fin, todo lo dicho sobre él no alcanza a explicar cuánto y cuánto lo echaremos de menos. Es difícil escribir el obituario de alguien que sin duda lo haría muchísimo mejor.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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