Matar por la patria
La memoria selectiva sobre nuestra transición prefiere olvidar que en Cataluña también hubo terrorismo
Al menos en dos ocasiones asistí a las vistas orales en el Palacio de Justicia de París en que se juzgaba a Santi Potros. Los corresponsales españoles esperábamos a que el ujier abriera la sala junto a los familiares del etarra, mujeres y niños fundamentalmente. Todos conocíamos los crímenes horribles que se le imputaban y teníamos la noticia reciente del atentado en Hipercor, que costó la vida a 21 personas, hirió a 41 más y abrió una desgarradura con una parte del mundo nacionalista catalán que había osado votar a Herri Batasuna, la marca política de ETA, en las elecciones europeas celebradas pocos días antes.
Treinta años después, no tengo más remedio que recordar mis sentimientos respecto a aquellos años en que asistí a muchos juicios y vistas de terroristas, no tan solo españoles. Tiempos duros, muy duros, sobre todo porque empezaban a saberse algunas cosas sobre los asesinatos del Gal. Tuve ocasión de ver al entonces secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, un par de veces en la embajada español, en las que recibió a los periodistas y respondió a sus preguntas con palabras vagas y cara de póquer. Recuerdo un par de indagaciones que tuve que hacer en una armería, cerca del Hotel Lutetia, de donde había salido una pistola utilizada por los asesinos de etarras. Y la clara sensación de que entre París y Madrid había una perfecta sintonía respecto al trato que merecían los etarras refugiados en Francia.
Mis sentimientos respecto a los etarras eran ambivalentes. Me parecían unos repugnantes asesinos, pero me quedaba hipnotizado por sus miradas duras y frías y sus rostros tensos y pálidos de tanta reclusión. Me producían una profunda pena, un dolor sin redención posible por el efecto de los asesinatos perpetrados en las propias vidas de aquellos jóvenes soldados perdidos en el combate bajo banderas impresentables. Tan terrible como los asesinatos ordenados por ETA son las muertes morales provocadas por la organización al convertir a esos jóvenes incultos y fanáticos en muertos vivientes, gente que solo sirve para matar a otros y para morir ellos mismos como seres humanos en nombre de esa patria tan malentendida que quieren salvar, preservar o enaltecer.
Mis sentimientos no eran compartidos por todos mis colegas. Los había que les tenían por héroes del Movimiento Vasco de Liberación, la denominación que utilizaría Aznar años después, y los había que consideraban indispensable la guerra sucia para terminar con el santuario que allí habían establecido y conseguir una actitud menos complaciente de lo que había sido hasta entonces, a rebufo del antifranquismo, por parte de la policía y los jueces franceses. Participaban de esta actitud algunos de los que algunos años después se convirtieron en debeladores de las ilegalidades y crímenes del Gobierno socialista.
Todo esto ha regresado a borbotones a mi mente cuando he visto las imágenes de Santi Potros en libertad, tantos años después, cuando casi ya le había olvidado y había olvidado mi vida parisina de corresponsal, y tanto el etarra como yo mismo nos acercamos a la vejez irremediablemente. Han pasado 30 años, la guerra fría terminó hace tiempo, bajaron la persiana los regímenes que sufragaban las actividades de ETA, el terrorismo europeo ha pasado felizmente a la historia, la propia organización violenta vasca ha dejado de matar y un nuevo terrorismo inaudito mata y muere desde hace una década con una generosidad siniestra e inexplicable. Y mientras tanto, Santi Potros ha seguido todo este tiempo en la cárcel.
Este asesino convicto ha pasado en reclusión los que debían ser los años mejores de la vida. El rastro de muerte que ha dejado en su itinerario miserable no tiene perdón, es verdad, y entiendo que los familiares de quienes vieron tronchadas sus vidas por su causa sigan viendo con repugnancia esas imágenes de sus parientes y amigos que le reciben al quedar en libertad. No hay patria que merezca eso. Sobre todo tanta muerte y tanto sufrimiento de las víctimas. Pero tampoco hay patria que merezca la inmolación de las vidas de los asesinos, tipos que han desperdiciado su vida por nada, o en todo caso por una causa que merecía ser servida de una forma bien distinta, pacífica y civilizada; auténticos muertos vivientes.
Los catalanes pudimos cerrar esos caminos en cuanto se abrieron. Solemos recordarlo solemnemente cada vez que se habla de ETA, pero sería mejor que no nos regaláramos en la complacencia. Estos caminos también existieron entre nosotros. Y algunos todavía osan reivindicar la memoria de quienes los practicaron. En la violencia de la transición, que la hubo, pesan gravemente algunos asesinatos, como los del empresario José María Bultó y del ex alcalde de Barcelona Joaquim Viola y su esposa, que realizaron los militantes independentistas del Exèrcit Popular Català con bombas lapa pegadas al pecho de sus víctimas. Fueron los primeros pasos que condujeron a Terra Lliure, el intento más serio de organizar una ETA catalana, donde militaron centenares de jóvenes que luego se pasarían a partidos independentistas legales, pacíficos y ahora triunfantes.
Hay una memoria selectiva que prefiere no mirar a los ojos del horror de aquellos tiempos y del mal moral que lo acompañaba. Según decía Jorge Semprún, esta tragedia del terrorismo, que todavía suscita el desgarro y el dolor de quienes conservan vivo el recuerdo de sus acciones, es el rastro más persistente del franquismo en la vida española.
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