La ‘barcelonidad’
No pasa día que no tengamos un funeral u otro, pero no descarten que sean los enterradores quienes fallezcan
La primera vez que vine solo a Barcelona fue en agosto de 1987. Tenía quince años y pasé una semana hospedado en el Hostal Marítima, el más barato que encontré, lleno de putas y camellos. Tuve suerte, el propietario vio que en mi DNI ponía Francisco José y le dije que mi tercer nombre, que no aparece, es Benito. Ya, sí, en fin, a mí también me haría gracia pero qué mejores cartas de presentación para el dueño de una pensión que tenía colgados los retratos del Caudillo, José Antonio y Mussolini.
¡Qué semana! Visité museos, fui a los Encantes y de librerías de viejo y mi sorpresa fue mayúscula cuando llegué a Gràcia y vi que acababan de decorar las calles. Etcétera. Barcelona era una fiesta, sí, pero más que Barcelona, la fiesta era yo, que tenía quince años y era inmune a los juramentos del dueño, que repetía lo que ustedes habrán oído miles de veces: que esa Barcelona era una porquería y que la buena era la de hacía veinte años. Fue la primera vez que lo oí y desde entonces, hasta hoy.
Llegué para quedarme en Barcelona en octubre de 1991. La ciudad y yo estábamos patas arriba. Fui muy feliz, pero no teman, no les voy a hablar de mi Barcelona maravillosa. El ombliguismo se aguanta a los diecinueve, pero a partir de los cuarenta hay ombligos más atractivos que el propio.
Las ciudades solapan tiempos de decadencia y crecimiento, por eso suena tan vacía la apelación a la decadencia de Barcelona
Existen Barcelonas míticas para todos los gustos, la de los años diez, veinte y treinta, la de los sesenta y setenta. Los hay que, como el propietario de la pensión, encuentran maravillosa la Barcelona del franquismo, que era un lujo de intelectualidad y apertura. Ya. Otros, la de hace veinte años o el archivo de cortesía del Quijote, cada cual halla su excusa para denostar un presente que no imaginaron así hace veinte años. Con lo importantes que fueron ellos.
Tenemos algunos metros de libros en las estanterías sobre qué ha sucedido en Barcelona y muchísimos kilómetros de calle. Y no, no estamos para tirar cohetes, pero cuando nuestros pensadores se quejan de la situación de Nou Barris y la señalan como un síntoma inequívoco de decadencia, me temo que no se pasearon por sus calles hace diez o veinte o treinta años. De hecho, quienes más afectadamente se quejan del ocaso de la ciudad son, en muchas ocasiones quienes menos la conocen. ¿Canyelles, la Bordeta, calle Bolívia? ¿Eh? ¿Dónde? ¿Qué?
Es cierto, la distancia entre los símbolos del turismo en el centro de la ciudad y la situación económica en algunos barrios supera la ironía e incluso el sarcasmo para llegar al escarnio, para calibrar posibles consecuencias baste recordar Can Vies. Pero todo eso, ¿de dónde viene? ¿Cuándo comenzaron a ponerse las bases de ese tipo de desarrollo? ¿En los tiempos de la primera moda Gaudí a finales de los ochenta? ¿Después de los Juegos Olímpicos? ¿Ha sido el propio devenir de la relación de la ciudad con el mundo? ¿Y ha sido todo negativo?
Las ciudades solapan tiempos de decadencia y crecimiento que, además, no suelen afectar a los mismos grupos sociales, por eso suena tan vacía la apelación a la decadencia de Barcelona. Una cosa es señalar problemas y la otra describir la ciudad como un desastre solo cuando y en lo que nos interesa.
El ciudadanismo de los ochenta, que intentó oponer la barcelonidad a la catalanidad, ¿tiene alguna responsabilidad en los cambios a peor de la ciudad? Ahora se lamentan de los escaparates de algunas tiendas de renta antigua, que se vuelven clónicos. ¿No estuvieron apostando por el cosmopolitismo? ¿De qué se quejan? ¿No callaron cuando la brillante idea del Fòrum de las Culturas, de tan triste recuerdo?
El turismo va y viene, pero quien dotaba de cierto contenido a Barcelona, además de España y el mundo, era Cataluña. ¿Qué hubiese sido de Barcelona sin Cataluña? ¿Marsella? ¿Valencia? ¿Génova? Claro, claro, las comarcas olían mal. El monopolio del sufrimiento se lo quedaba el Besós y el Berguedà era tierra incógnita. Una Barcelona “absolutamente cosmopolita, perfectamente española”, recuerda Félix de Azúa, para describir una Barcelona-Cataluña nacionalista que mira a los españoles como “feos, bajos, con alpargatas y boina”, y con quienes los barceloneses no quieren mezclarse. A mí me da que clava el retrato de la aristocracia cultural barcelonesa cuando ve que pierde el control de su feudo, que vaya paliza les están dando las comarcas.
No sé si Barcelona está en decadencia, quién sabe. Pero si esas son las razones que se aducen, del turismo al nacionalismo, diría que goza de una salud de hierro. Mala, como todas las ciudades, pero de hierro. Otra cosa es la barcelonidad, que no se muere pero aburre y es que cuando se describe el Apocalipsis durante tres décadas, hasta el Apocalipsis cansa. Mientras unos dicen que Barcelona se acaba, otros cantan los responsos a la cultura, al ensayo, a la novela, al periodismo, a la universidad o a la política. No pasa día que no tengamos un funeral u otro, pero no descarten que sean los enterradores quienes fallezcan.
No me hagan mucho caso, pero yo nunca la vi tan viva, ni cuando salía del Hostal Marítima.
Francesc Serés es escritor.
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