La ciudad, la tribu y la utopía
Educar significa hoy preparar para aprender durante toda la vida y adaptarse a un mundo cambiante
Hace ahora 24 años se celebró en Barcelona el primer congreso de ciudades educadoras, germen de la asociación del mismo nombre que se creó cuatro años más tarde. Ahora, el congreso ha vuelto a la ciudad que lo alumbró y entre las cuestiones abordadas, una esencial: ¿qué significa hoy ser una ciudad educadora? Aunque en este tiempo han cambiado muchas cosas, hay algunas que sin duda permanecen, porque están en la base de todo. Permanece, por ejemplo, una idea del filósofo norteamericano John Dewey que hizo suya la pedagogía activa: la educación tiene que preparar para la vida. Y lo que mejor prepara para la vida es la vida misma.
El pedagogo Fiorenzo Alfieri, exconcejal de Turín y uno de los impulsores del movimiento, recuerda cómo al principio las escuelas llevaron a la práctica esta idea tratando de reproducir en su interior las condiciones de la vida. La escuela debía incorporar la cultura, el ocio, el contacto con la naturaleza y por eso introdujo el teatro, organizó colonias y hasta creó huertos en el patio. Pronto se vio que la escuela no era suficiente para reproducir las condiciones de la vida. Se planteó entonces que la ciudad —sus teatros, sus bibliotecas, su urbanismo— se pusiera al servicio del sistema educativo en esa labor de educar para la vida.
Como Alfieri en Turín, muchos otros gestores aplicaron en sus ciudades políticas basadas en la idea de que todo puede educar —o deseducar— y que para educar bien, se ha de implicar toda la tribu. Esa sigue siendo la principal divisa de una ciudad educadora, como se ha visto en las muchas experiencias presentadas en el congreso. Pero todo muta. También la ciudad. Si tuviera que definir los tiempos en que vivimos, diría que están marcados por la experiencia, en cierto modo angustiosa, de cambio acelerado. Y lo que más rápidamente cambia es, precisamente, el conocimiento. De modo que ahora preparar para la vida significa preparar para estar en condiciones de aprender constantemente y a lo largo de toda la vida. Preparar para poder adaptarse a un mundo altamente competitivo e inestable, en el que no hay horizontes definidos, sino incertidumbres.
Una ciudad educadora es la que combate la soledad urbana y el cansancio del mundo hiperactivo tejiendo redes de complicidad y compromiso
Eso es lo que marcará la frontera entre la inclusión y la exclusión social. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión. Una ciudad que educa es, sobre todo, una ciudad que incluye. Y para eso hace falta, como señala Joan Manuel del Pozo, profesor de Filosofía y síndic de greuges de la Universidad de Girona, más compromiso y menos delegar en otros las propias responsabilidades; hace falta fortalecer el espacio público y el sentido de comunidad.
Ser ciudad educadora va a requerir además un esfuerzo de resistencia a la oleada privatizadora que nos invade y a la cultura del individualismo nihilista que se abre paso conforme los postulados del economicismo neoliberal van colonizando el discurso público. Buena parte de las movilizaciones ciudadanas de los últimos tiempos son resistencias. Y, como ha señalado la filósofa Marina Garcés, no es casualidad que se expresen con ideas como stop desahucios o slow moviment. En el rechazo va implícita la demanda de otro modelo de sociedad, de ciudad, de desarrollo.
Una ciudad educadora ha de poner todos sus recursos al servicio de un objetivo: construir ciudadanía. La pedagoga Angélica Sátiro, presidenta de la asociación Creamundos BCN, condensa en unas pocas ideas, tremendamente sugerentes, su propuesta, que se resume en una palabra: utopía. La ciudad educadora, dice, ha de ser concebida como una utopía que se pone en el horizonte para seguir avanzando. Un ideal siempre renovado de lo que quiere llegar a ser. Un ideal emancipador, que adopta una mirada problematizadora en el sentido de mirar para actuar, de querer ver los problemas para gestionarlos y permitir que surjan nuevas energías. En resumen: “La ciudad educadora convoca y provoca la acción”. Pocas veces he oído tantas metáforas juntas y tan sugerentes, pero una la define con claridad: “La ciudad educadora es una ciudad embarazada de muchas ciudades”. Es decir, que acepta como hijos propios a todos sus integrantes y se enriquece con la diversidad.
Una ciudad educadora es, para Sátiro, la que combate la soledad urbana y el cansancio del mundo hiperactivo tejiendo redes de complicidad y compromiso. Y es aquella que fomenta la creatividad que surge del roce, del contacto, del encuentro, y es capaz de inventar el futuro a partir del No y es capaz de convertir la exclusión en inclusión porque en los márgenes hay mucha energía y mucha creatividad desperdiciada. La creatividad y la innovación social como elemento de inclusión.
Barcelona ha sido una de las impulsoras del movimiento de ciudades educadoras. Como muchas otras, sufre ahora peligrosas transformaciones. La privatización del espacio público, la segmentación social, el aumento de la desigualdad amenazan con quebrar su cohesión social. Tendrá que repensar de nuevo su función educadora.
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