La esencia orgánica
Es en la monotonía del repertorio de la banda tuareg donde está su singularidad
La anécdota es elocuente y del todo verídica. Varios años atrás, en la primera fila del festival Womad de Cáceres, un muchacho de ojos desorbitados se balancea en trance bajo la hipnótica influencia del blues del desierto. Su amigo observa al escenario con gesto escéptico, así que él decide ilustrarle: “Tienen solo una canción, pero es jodidamente buena”. Tinariwen, la banda tuareg más absorbente del planeta, permitió revivir esa experiencia fascinante en una Sala But demediada pero casi en levitación. Nunca los fraseos reiterativos fueron tan hermosos y certeros en el arte de obnubilarnos.
Irrumpen nuestros seis nómadas en escena —los rostros semiocultos, las túnicas imponentes— y ya es imposible sustraerse a su influjo. Los tres cantantes y guitarristas son ecuánimes en el reparto de voces y punteos, inmersos en una permanente ceremonia de llamada y respuesta. Pero es en esa tenaz monotonía del repertorio donde radica la belleza y singularidad. Tinariwen propone un viaje por el ritmo como concepto primario, básico, sustancial. Sus palmas no saben que se llaman dos por cuatro porque imitan, más bien, el ciclo sístole/diástole. Y apelan de una forma radical a nuestra esencia orgánica. El público se descubre bailando o sacudiendo la cabeza sin darse cuenta. Es excitante descubrir en esas notas picadas y nerviosas de las guitarras los orígenes mismos del blues desnudo. Sus oficiantes lo entregan con una eficacia artesanal y abrumadora, pero no olvidemos nunca el trabajo de Eyadou Ag Leche, ese bajista zurdo que apuntala todo el edificio, el que traza algún arabesco mientras la guitarra rítmica no cambia ni una sola vez de acorde durante cada canción. Tinariwen aporta integridad, orgullo y movimientos sinuosos a la terrible historia de un pueblo perseguido. Inevitable que cinco mujeres terminaran subiéndose al escenario a bailar. En sus camisetas: Keep calm and… Sáhara libre.
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