¿Libertad sin democracia?
Hay un verdadero interés en que los dos conceptos vayan separados, sin relación alguna
Pertenezco a una generación que tuvo que luchar por conseguir la libertad y la democracia en los mismos años, con la misma exigencia, con idéntica urgencia. Cuando salí de una infancia absolutamente feliz y libre, me topé de frente con una sociedad que censuraba los libros interesantes, me impedía vestir como quería, escuchar la música que me apetecía, tener mis propias opiniones y, sobre todo, expresarlas en público. Encontré una sociedad que, además, por el hecho de ser mujer me imponía horarios, restricciones, prohibiciones y limitaciones especiales. Quizás por eso nunca supe separar con precisión democracia y libertad, ley y costumbre, igualdad y justicia.
Ahora, veo que democracia y libertad se están convirtiendo en dos términos diferentes, segregados, sin puntos de relación entre si. Y noto que hay un verdadero interés en que los dos conceptos vayan separados, sin relación alguna. Lo veo en los jóvenes que tengo a mi alrededor pero también lo percibo con claridad en las altas finanzas, en las estructuras de poder de nuestras vidas.
Sin que apenas lo percibamos, han convertido la libertad en un concepto que afecta solo a nuestra vida privada, a nuestras decisiones íntimas, a nuestros gustos o aficiones. De ahí el fracaso estrepitoso del PP cuando ha querido introducirse en este territorio y modificar la ley de matrimonio homosexual o el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. El rechazo a la restricción de libertades ha sido tan masivo y abrumador que no les ha quedado más remedio que guardar los proyectos en el cajón del olvido. “¡La libertad privada no se toca, tonto!”, le han escrito los sociólogos con letra indeleble en su última misiva a Rajoy. Sin embargo, las libertades que pertenecen al escenario público se recortan con intensidad, su espacio se reduce drásticamente cada temporada y la democracia languidece por momentos.
En el espacio privado soy libre, en el espacio público no tengo libertad. Las empresas, las corporaciones tienen más libertad que yo, de movimiento, de influencia, de decisión. Cada vez lo dicen con mayor desparpajo, cada año clausuran más habitaciones del poder público, cada temporada intentan apartarnos más de su ejercicio.
La propia definición de democracia -una forma de organización social en la que el poder pertenece al pueblo- les parece ya una amenaza peligrosa y ajena. Mucho más en los tiempos presentes en que los que la comunicación y las posibilidades de participación del pueblo son mayores.
Por eso han emprendido la tarea de empequeñecer la democracia y sustraer las decisiones más importantes a las decisiones populares. La moneda, los intercambios comerciales, las grandes políticas económicas e incluso laborales se sitúan en un marco donde la participación popular y la democracia no los alcance, que no es la UE, sino cenáculos internacionales ajenos al control social. Y todo aquel que quiera que el pueblo decida sobre los grandes asuntos económicos no es un demócrata consecuente sino un peligroso populista.
No sé si lo perciben, pero vivimos un momento en que gran parte de la sociedad está repensando sus valores, sus convicciones y sus prioridades. En España, la democracia fue desde el principio incompleta por el ruido de sables y nuestra triste historia, pero la sed de democracia y de libertad no se ha esfumado con la crisis económica. Se están repensando la respuesta, intentando casar viejos y nuevos valores, temores y sueños, recosiendo el tejido que unía libertad y democracia, antes de que el tijeretazo cruel de los mercados rompiese el tejido que nos cubría.
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