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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nostalgia de Can Ricart

Con este espacio hubo una demagogia de la frivolidad como ahora hay una impotencia de la imaginación

Detecto en las paredes algunos papeles de compra-venta de pisos —agencias abstenerse— como quien descubre los primeros brotes de una varicela. A lo mejor es verdad que alguien está saliendo de la crisis. Me pregunto cuánto tardará el Ayuntamiento en frenar la epidemia, porque cuando no había en Barcelona fachada que no luciera 15 o 20 anuncios, el alcalde (era Joan Clos) me dijo: “Tengo un equipo de técnicos trabajando para ver cómo podemos actuar”. Y lo que actuó al final fue el colapso de la burbuja. Los papeles en las fachadas revelan una impaciencia en el negocio que me molesta más que la estética. El cartelón de la agencia es una apuesta pausada: pasa el vianante, toma nota, las cosas se hacen como debe ser. El papel con la letra grotesca —es como si buscaran caligrafías toscas para parecer más reales— es un apremio, se multiplica, insiste, te busca, hace trampas.

Estoy pensando en esto, en este apremio, en el recinto de Can Ricart. Qué tiempos aquellos. Una fábrica imponente, de cuando el textil era el rey industrial del país, hoy vallada, en plena decadencia, con un futuro incierto a pesar de que cada tanto se publicitan acuerdos para su próximo uso. Las naves están vacías, excepto una, y vacías quiere decir que sólo queda en pie la obra, tapiados los accesos, ausente la techumbre. El silencio es el amo del lugar. El silencio y el tiempo: la chimenea, que todos los proyectos quieren salvar, está mordida en la parte superior, se le ha desprendido un trozo de la coronilla. Da la sensación de que este espacio no puede sobrevivir, por más que se muevan esos vecinos que mantienen una web que advierte que allí se hace “poesía social” y que los contenidos están llenos de metáforas. Dicho en plata: se percibe que todo esto vale más por el solar que por sus paredes.

Con este espacio hubo una demagogia de la frivolidad como ahora hay una impotencia de la imaginación

Can Ricart fue un conflicto desde que el Ayuntamiento se lo empezó a mirar de cerca. La antigua fábrica se había subdivido en talleres, de manera que la decadencia —la carcoma— ya operaba. A una de las naves se le dio un uso cultural alternativo: Hangar. Hoy todavía pululan jóvenes con aspecto cultural barcelonés, precisamente, quiero decir que visten de negro. Es un centro polivalente, tecnológico y audiovisual, de creación, de nueva empresa e incluso de residencia para visitas de fuera. Madrid ha hecho algo parecido en el Matadero, cerca de la popular plaza de Legazpi, pero es al por mayor: escenarios, espacios, eventos, cualquier cosa excepto la empresa y la residencia. Aquí todo va justito. Recuerdo un acto electoral en Hangar, la presentación del programa municipal de cultura, y casi nadie de los presentes sabía que “esto” existía, ni siquiera que era Can Ricart, el símbolo de la resistencia el Poblenou a la modernidad mal entendida. Hay un jardincito descuidado, una especie de bar, y sobre todo el silencio. Un papel —¡un papel!— anuncia becas de intercambio con Baden-Wurtemberg, uno de los cuatro motores de Europa, según la apuesta de los años 80. El mundo es un pañuelo.

¿Qué planes hay para Can Ricart? La previsión de hacer un Casal de Joves, que los jóvenes querían en otro lado, y una posible utilización por la Universitat de Barcelona, que no sabemos cómo compaginará su impulso de expansión con las cuentas restrictivas. Pero Can Ricart ha visto pasar proyectos más etéreos, como el de Casa de la Lenguas, que era una parida, no por el tema, sino por la grandilocuencia de la instalación futura —firmada por la infaltable Tagliabue— al lado de la sequía del contenido, un par de folios sin más objetivos que el bla-bla-bla progre que queda bien pero que es imposible de llevar a la práctica. Lo interesante es esta colisión entre los vecinos que quieren equipamientos y memoria, así en genérico, y que compran los temas sin ver más allá, y la imposibilidad de dotar todo esto de presupuesto, de solidez. A veces falta tanto el dinero como las ideas, a veces sólo el dinero, como en el caso de Hangar. Hubo una demagogia de la frivolidad como ahora hay una impotencia de la imaginación.

Pero la ciudad se mueve. Los alrededores de Can Ricart son puro 22@, pero la calle lleva al confín de Barcelona siguiendo una línea de casitas populares: la primera vez que vi esto dije que Pere IV es el far west. Nadie que no haya estado en este punto geográfico se puede imaginar que esa destrucción clavada en el tiempo exista en la smart city del XXI: tanto vacío, tanto futuro. Vayan a verlo, caminen hasta el final, donde el Besòs se huele y no se ve. Algún día esta avenida destartalada será la Rambla de Provençals, será a lo mejor un núcleo de cultura y de juventud, la ciudad que crece, porque la ciudad siempre crece. Se están construyendo pisos, que al final cambiarán de manos ofertados con papeles feos en una fachada todavía reluciente. ¿Qué será entonces Can Ricart? Un preludio. Una silueta. Una chimenea desconchada.

Patricia Gabancho es escritora.

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