La felicidad en tiempos del cólera
Sergio González reparte sonrisas a pie de césped y a la prensa

Ahora mismo el Espanyol de Sergio González suena al vals número 2 de Shostakovitch, aquella banda sonora que el fabuloso Stanley Kubrik eligió para realzar su última e imprescindible película, Eyes Wide Shut, ojos bien cerrados para una mejor introspección, ojos bien abiertos para que las retinas queden impresionadas por la combinación de los colores blanco y azul, rutilantes tras la victoria ante la Real Sociedad. No es el fútbol del Espanyol una cuestión de belleza, como la que muestran a espuertas Nikole Kidman y Tom Cruise en el citado film, sino de un crescendo en la armonía, la comunión e incluso en la alegría que transmite el equipo a la afición, y que ésta le devuelve con creces con cánticos alimenticios, hambrienta como está de todo, especialmente de alegrías ante el contexto social y político extremadamente desagradable y de una violencia hasta el momento soterrada, enterrado como está el diálogo, quizás yacente en una de las fosas comunes que tanto abundan en las cunetas de este país desde 1939. Penosa es la actitud cerril del gobierno español, penosa la imagen de los parlamentarios catalanes, aplaudiendo los unos desde sus bancadas mientras desfilan los otros, y así una y otra vez, convirtiendo el hemiciclo en un patio de colegio de niños engreídos. Esta Catalunya es también la España de charanga y pandereta machadiana, y así el común de los mortales tiene pocos motivos para sonreír.
Sergio González, el míster periquito, estaba muy contento en la sala de prensa, ya antes se le vio repartiendo sonrisas a pie de césped. Ese pequeño detalle, esa muesca de gozo en el rostro, fue una gran satisfacción para el periquito sufriente, habitualmente hombres y mujeres humildes, sin grandes aspiraciones en la vida, acaso la de no sufrir la ira innecesaria de los dioses, o las tragedias del azar, pero a la búsqueda constante de las pequeñas inspiraciones que insuflan vida un día tras otro. Ya va siendo hora de dejar de repartir hostias y empezar a repartir sonrisas, vino a decirnos Sergio González con ese pequeño gesto. Era un hombre muy feliz, y no se acostumbran a ver hombres felices -ni poco ni mucho- por las inmediaciones de Cornellà-El Prat. Nuestra primera reacción ante tanta felicidad fue de estupor y extrañeza, por la falta de costumbre. Poco a poco, la esperanza se va imponiendo a los primitivos aprendizajes sobre la inadecuación de ser feliz. La alegría dura poco en la casa del pobre, nos amenazaron en la infancia los poderes fácticos del clero y la burguesía, una combinación altamente tóxica para mujeres, niños y pobres. La felicidad de Sergio González es un acto heroico, pero no está solo ante el peligro, como Gary Cooper que está en los cielos, sino que está arropado por los 18.326 aficionados que el domingo hicieron acto de presencia en Cornellà, más todos los periquitos que abandonarán sus jaulas para abarrotar el estadio, en cuanto corra la voz de que un tal Montañés ejecuta con el exterior del pie unos centros de insultante belleza que acaban en gol, anegando de endorfinas nuestro torrente sanguíneo, es la felicidad corriendo por nuestras venas, sin rumbo fijo.
No es el fútbol del Espanyol una cuestión de belleza, sino de un crescendo en la armonía, la comunión e incluso en la alegría que transmite el equipo a la afición
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