La furia de los niños mimados
Dirigentes caprichosos y sobreprotegidos montan campañas electorales en vez de emplear sus energías en captar la realidad
Huele a elecciones en Cataluña y en España. Sería motivo de alegría volver a tener oportunidad de votar (con todas las garantías) pero adquiere un cariz diferente si precisamos más sobre el olor que llega. Se huele a tufo, palabra que la RAE define (2) como “sospecha de algo que está oculto o por suceder” o (3) directamente “hedor” (viene del griego que designa a un “miasma dañino”). El tufo que percibimos aquí y ahora es el inequívoco anuncio (nunca reconocido) de campaña electoral. Con este enunciado debería quedar todo aclarado: los lectores de este diario saben de sobras lo que puede significar estar en campaña electoral en este preciso momento.
Sorprende, sin embargo, constatar que visto desde el prisma de estar en campaña electoral, nuestra realidad política —que tanto nos marca para bien o para mal— adquiere de inmediato un significado que ayuda a explicar no pocos misterios y excesos. Si tanto Mas como Rajoy están ahora mismo (desde hace mucho más tal vez) en campaña electoral —sea para elecciones autonómicas aún sin fecha, municipales en mayo de 2015, todas ellas con las generales como fondo— se comprende mejor su enfurruñamiento y ese mantenella y no enmendalla que caracteriza a los políticos poco propicios a cualquier pacto en favor del interés general y común de los ciudadanos.
Parece claro que don Mariano quiere sacar rentabilidad —en el resto de España, habrá que imaginar— de su imperturbable desprecio a las minorías (o mayorías, quién sabe) que reclaman para Cataluña algo parecido a la independencia. Pocos tienen conciencia real de lo que significa en este caso y en un mundo tan interconectado la expresión independencia.
Es también evidente que Mas cree que si aguanta su vela de autoridad institucional independentista resistirá mejor el envite imparable de ERC, su aliado/opositor. Y, quién sabe, si no acaban juntando sus fuerzas en una futura mayoría parlamentaria, para la que no habría ni que pedir permiso a Durán Lleida. La óptica de estar ya en campaña electoral permite entender este y otros abrazos del oso que ya se han demostrado eficaces para desmantelar al verdadero enemigo de unos y otros: la izquierda moderada, el socialismo en concreto que fue padre y realizador en España del, mítico ya, Estado de bienestar.
El bochornoso episodio de las tarjetas fantasma de Caja Madrid es la culminación de la cultura del niño mimado insaciable
Está claro que en estas campañas electorales a blanco o negro —en plan liga de fútbol— ni el PSC ni el PSOE, tan maleados por sus propios errores pero cuyo espacio político sigue existiendo y permanece libre, se sienten nada cómodos. Seguramente viven algo parecido a lo que perciben aquellos ciudadanos presionados hacia los extremos por las inamovibles posturas de Mas/ERC y de Rajoy. Los gladiadores electorales confían también, a la par, en que una izquierda radical, tipo Podemos o Guanyem, acabe por liquidar el odiado espacio del socialismo reformista, que es aquel que ha aprendido que cualquier cambio social es lento y paulatino y que a la sociedad hay que tratarla con cuidado y respeto.
Huele a campaña electoral hasta el punto que la desobediencia tiene que hacer serios méritos para ser tenida en consideración. Las nuevas generaciones no han sido educadas en aquellos mantras impresentables: “a los niños desobedientes se les caen los dientes”, nos decían en mi época mientras intentaban convencernos que tomar pescado servía para aprender a nadar o que una señora con barriga de embarazo estaba así por no haber ido al baño. Así crecimos algunos escépticos que miramos hoy a los defensores de la desobediencia como quien ve al niño mimado que monta un berrinche cuando no tiene las zapatillas con la marca de moda o su padre le niega un helado.
Niños mimados es la expresión adecuada para definir las pataletas políticas que vivimos y que, en pleno ataque furia, olvidan todo lo que no sea satisfacer sus antojos y obsesiones. Unos dirigentes sobreprotegidos y caprichosos son capaces de montar campañas electorales en vez de emplear sus energías en acercarse a la realidad. El caso Pujol es puro ejemplo de la autosalvaguarda de un dirigente que primó, como un niño mimado, sus propios antojos, siempre insatisfechos. El bochornoso episodio de las tarjetas fantasma de Caja Madrid —más de 15 millones de euros defraudados, barridos— es la culminación de la cultura del niño mimado insaciable.
La corrupción caracteriza a esta pandilla de niños mimados transformados en adultos voraces o en dictadores de moralidad e ideología que invitan a ciudadanos críticos y cultos a ser dóciles borreguitos que manejan significados trucados y banales frivolidades. De ahí que el fútbol lo invada todo y hasta sea capaz de destrozar emisoras antes fiables, hoy entretenidas también (Cataluña es pionera) en un superficial ji ji, ja ja o en reportajes de proximidad sobre la mercería de la esquina (créanme, lo escuché la pasada semana en la nueva emisora pública de la ciudad de Barcelona). ¿Se trata de vivir en un país (en catalán o en castellano) que es como un colegio de monjas comandadas por caprichosos niños mimados?
Margarita Rivière es periodista
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