La liturgia del Simpson
En este restaurante de Llafranc no hay trampa en los platos, como si se viera el fondo del mar, o coloristas, igual que en el huerto
Nací en una familia de pueblo cuyo humor dependía de una tienda de comestibles, de los campos de trigo y alfalfa, propios y ajenos, y de un par de cuadras, repletas de ganado y algunas aves, de manera que las sonrisas en casa eran escasas porque cuando se depende de la gente, del tiempo y de la peste no hay Dios que viva tranquilo, ni siquiera en el bello y sereno Lluçanès.
Aunque como primogénito iba de la mano de mi padre, mi madre y yo nos las tuvimos muy tiesas por culpa de la tienda, que en horas de comida atendíamos indistintamente cualquiera de la familia, casi siempre el que le pillaba más cerca la puerta cuando sonaba el timbre, que no paraba de día ni de noche ni al mediodía, aunque fuera para comprar un paquete de sal o 50 gramos de pimienta. A mí me pidieron un día medio quilo de tomates y me pagaron con una moneda de 25 pesetas. La clienta, sin embargo, puso el grito en el cielo cuando le devolvía el cambio y juró que la pieza era de diez y no de cinco duros. Aunque le enseñé que no había una sola moneda de 50 pesetas en la caja, exigió la intervención de mi madre, que bajó corriendo la escalera para poner paz a costa de pedir perdón en mi nombre por la estafa.
Mi madre conservó una clienta como buena tendera que siempre ha sido y perdió un hijo dependiente, porque desde entonces jamás volví a cobrar un céntimo y sólo puse la mano en la caja de escondidas algún domingo para afrontar mis gastos, que excedían la paga asignada, poca cosa para un muchacho que se batía de fábula en el futbolín y por contra no siempre tenía suerte con las cartas ni podía competir con los pijos que rondaban a nuestras chicas con sus motos de trial. Nunca atendí a nadie más y me convertí en un aliado de cuantos están detrás de un mostrador y chequean al cliente antes de su pedido. Así fue cómo me ganó Fèlix Mozo y me convertí en un adicto del restaurante Simpson. El reto consiste en conseguir que te ponga un plato para probar la cocina de Maribel Palet.
No es fácil encontrar mesa en las noches veraniegas, imposible si no ha sido reservada con antelación, a veces con días. Joana Bonet escribía el pasado agosto en La Vanguardia: “Lo que antes era el Big Rock de Palamós ahora lo es el Simpson de Llafranc —el watching people— aunque el agosto del who is who barcelonés frecuenta tan solo las cenas privadas”. Una clientela fiel y selecta, repleta de ilustres que van y vienen del mar de la Costa Brava, del festival de Cap Roig, de sus vacaciones por el mundo mundial, personajes reconocidos de la sociedad civil catalana, gente importante que dicen en mi pueblo.
No es, sin embargo, un restaurante exclusivo que la clase bien de Barcelona se ha construido para su veraneo en Llafranc. Algunos comemos tranquilamente de día lo que comen los famosos en el fragor de la noche. Al calor del sol, hay sitio, no hay prisa, ningún turista tapa el mar, apenas se ve la playa y cuantas cosas forman parte del ruido quedan relativamente lejos de la mesa, tiempo para disfrutar de una refrescante ensalada, de un delicioso entrante y del mejor pescado del día, siempre a elegir por Fèlix y Maribel. Me gusta que me sorprendan para después responder con el mismo entusiasmo con el que me presentan la oferta: limpio la pieza como un forense disecciona un cadáver.
No hay trampa en los platos, como si se viera el fondo del mar. o coloristas, igual que en el huerto
Un placer que solamente siento en el Simpson. No hay trampa en los platos, sencillos y transparentes, como si se viera el fondo del mar, o luminosos y coloristas, igual que si todavía estuvieran en el huerto de casa. Los productos son naturales, la materia prima está garantizada y no hay más truco que una buena plancha y la imaginación y creatividad que pone la chef en contraposición a la austeridad que desprende el dueño, un tipo con carácter. Fèlix no es precisamente un diplomático ni un experto en relaciones públicas y, por otra parte, no hay una atención personalizada en el Simpson. No existe el rendez-vous ni la seducción sino que el protocolo es tan singular que puede llegar a ser disuasorio, como si Fèlix aspirara a elegir a los clientes en lugar de que los clientes escojan al Simpson, sabedor de aquella máxima gastronómica que dice “de pie, se suplica; sentado, se exige”.
Hay momentos en que da la sensación de que no necesita publicitarse, que estuviera puesto para los que van y no para los que puedan ir, inmune a los comentarios publicados en las páginas web, elogiosos o reprobables, ya sea por el precio, el trato o el servicio, y extraño para las guías gastronómicas, como si el restaurante diera más para una crónica que para una crítica. No entiendo de arte culinario ni tampoco de hacer propaganda sino de agradecer la comida y los buenos ratos del Simpson.
Quizá sea simplemente porque aquel restaurante de Llafranc me evoca mi adolescencia en Perafita. El día en que me estafaron cinco duros en medio quilo de tomates, me juré que cuando mi madre se jubilara celebraría el cierre de la tienda de casa con una comida como Dios manda. Acabé en el Simpson y, desde entonces, cada año repito unas cuantas veces, para recordar y festejar de nuevo la efemérides. Me pasa con el comer lo mismo que con el fútbol, dos cosas que me devuelven a la adolescencia, así que durante el año me dejo caer alguna vez por Llafranc y por las fondas del Lluçanès, para degustar los canelones con col y los garbanzos con cansalada de El Collet de Sant Agustí, les patates amb pela de Cal Penyora de Santa Eulàlia, los macarrones de la fonda de Alpens o las piezas de caza de la Fonda de Olost.
Y ya en Barcelona, cuando tengo dudas, si es que no paro en el Kiosko Universal de la Boquería o mi mujer no me soborna para ir al Cañete, tengo la suerte de poder preguntar a Fermí Puig, magistral pedagogo, descubridor de talentos, hoy maître de su propio restaurante, lector empedernido y con tanto buen gusto por la cocina como por el fútbol. Y con Fermí, ayer de luto como toda la cocina por la muerte de Jean Luc Figueras, también solemos quedar precisamente un día en el Simpson. Y entonces arde Troya.
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