Cerveza, esvásticas y pensadores
La presencia germana en Madrid creció con la influencia del paleontólogo Hugo Obermaier, el geólogo Abraham Gottlob Werner y el filósofo Karl Krause
La presencia alemana en Madrid permaneció encuadrada durante años por el refrán “españoles y germanos, primos hermanos”. Con tal lema se pretendía, al parecer, no tanto subrayar los lazos solidarios entre ambos pueblos, que los hubo, cuanto contrarrestar las influencias francesas e inglesas sobre la sociedad y la vida madrileñas, concurrentes las tres sobre la arena local. La percepción popular local atribuía generalmente a los alemanes las características de seriedad, adustez y laboriosidad.
La relación real entre madrileños y alemanes ha sido en verdad intermitente, desde que una reina germana, Mariana de Neoburgo, nacida en un palacio de Düsseldorf, desposara con el desdichado monarca Carlos II en 1689. Aquejado de múltiples deficiencias físicas, siendo niño el rey sufriría la afrenta de verse obligado a ingerir crucifijos de madera, ya que la superstición dominante en la Corte madrileña propalaba la especie según la cual, su afición infantil por el chocolate había desencadenado sus males tras ingerir un dulce contaminado por un conjuro. Por ello sería apodado El Hechizado.
Desventuras de una reina
Mariana hubo de pechar con tales abrojos y, parapetada en cierta altanería propia, se granjeó la enemiga de la Corte, que previamente ella había inundado de consejeros y allegados germanos o austríacos, como el antipático reverendo Everardo Nethard, jesuita y valido suyo. El hecho de ser pelirroja la reina en tiempo de tanta superstición no le ayudó en nada, como tampoco la infertilidad de su esposo, que murió sin descendencia, hecho que desencadenó una guerra dinástica por la sucesión transformada en contienda civil. Con ello terminó buena parte de la inicial influencia directa de los alemanes en Madrid, iniciada en tiempos de Carlos I de España y V de Alemania, rodeado de consejeros teutones, flamencos y borgoñones. No obstante, Mariana quedó inmortalizada en piedra, al llevar su nombre la puerta del parque del Retiro que hoy da acceso al Parterre, considerada la más bella de la veintena de ellas que rigen sus accesos.
De la misma época data el templo de San Antonio de los Alemanes, enclavado en el corazón de Madrid, que evoca la influencia de aquella corte de consejeros que Mariana de Neoburgo trajo consigo. Es una de las joyas barrocas de la ciudad, con su singularísima planta elíptica, completamente decorados sus paramentos y bóveda con pinturas al fresco de Juan Carreño de Miranda, Francisco de Rizzi y el infatigable Lucas Jordán. A este templo quedó asociado un hospital concebido como refugio de mendigos, quizá la primera organización no gubernamental de la historia y, con certeza, pionera de las madrileñas con la que existe aún junto a la plaza de Benavente.
Un mineral nuevo
Un siglo después, un geólogo alemán, de viaje por la región, descubrió en la sierra Norte madrileña un mineral nuevo, refulgente y raro, al que bautizaría con el nombre de andalucita, ya que pensaba que Madrid era parte de Andalucía. Otro científico alemán, Wilhelm Herschell, posteriormente britanizado, daría forma y nombre al telescopio que Carlos IV mandó emplazar en el Observatorio Astronómico del parque del Retiro, construido por Juan de Villanueva y destruido durante la francesada. En nuestros días ha sido recreado por una firma establecida en Bermeo y reemplazado en su lugar originario dentro de un módulo diseñado por el arquitecto Antonio Fernández Alba. Es visitable.
Ya en el siglo XIX, un científico alemán, Hugo Obermaier, quedó prendado de la riqueza paleontológica de las riberas del Manzanares y realizó excavaciones de extraordinario alcance junto a su amigo Casiano del Prado. Mas la principal influencia alemana sobre Madrid ha sido de tipo intelectual: amén del ocasional ascendiente filosófico de gigantes como Hegel, Marx o Nietzsche sobre algún que otro literato o académico, como Miguel de Unamuno, o Antonio Machado, sería el librepensador alemán Karl Krause quien de manera más determinante influiría sobre la educación y la concepción del mundo de las élites y de la burguesía madrileña a través de la Institución Libre de Enseñanza y, más particularmente sobre la figura y la obra de José Ortega y Gasset, formado en Alemania. También allí se formó una generación entera de médicos, señaladamente pediatras, y en España, promociones enteras de ingenieros forestales instruidos por Moritz Wilkomm.
En el plano más lúdico de la presencia germana en Madrid, la plaza de Santa Ana alberga una de las principales cervecerías alemanas de la ciudad. Otras cervecerías estuvieron en la mismísima plaza de Cibeles y dos más, a un suspiro de distancia, sobre la calle de Alcalá, frente a Nuestra Señora de las Comunicaciones, como los madrileños apodaron al edificio del palacio de Correos, hoy sede del Ayuntamiento. En los sótanos del antiguo Café de Lyon, hoy un pub irlandés, existió en los años veintes y treintas del siglo XX un círculo de simpatizantes del nazismo.
También los hubo en una tertulia llamada La Ballena Alegre. Sus paredes estaban decoradas con divertidas y pesqueras pinturas murales, que languidecen hoy detrás de montañas de cajas de cerveza. No lejos de este enclave, sobre la calle de Alfonso XII, uno de los históricos restaurantes alemanes de Madrid, de dueño berlinés, especializado en rabo de toro, fue visitado en 1943 por el jefe de las SS hitlerianas Heinrich Himmler. En el mismo barrio, ya cerca de la iglesia de San Jerónimo el Real, el cornisamiento de una casa de viviendas de la calle de Moreto muestra una sorprendente cenefa de esvásticas en ladrillo, al parecer caprichosa secuencia ornamental desprovista de intencionalidad ideológica por ser su construcción muy anterior al ascenso del nazismo. Por cierto, una de sus víctimas alemanas, anterior servidor del III Reich, el almirante Wilhelm Canaris (1888-1945), que hablaba el español perfectamente, estuvo en Madrid, bajo cobertura de la misión diplomática germana, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, a cuyo término, Canaris sería fusilado por conspirar contra Hitler.
Un incómodo regalo
Unas Navidades, el tirano führer, regaló a Franco una decena de carpas, muy apreciadas como manjar culinario en Baviera. Venían envueltas en una sarga humedecida trasladada a Madrid desde Munich en avión. Por tratarse de un regalo de Estado, la diplomacia española se vio en un aprieto y decidió echarlas en una piscina de un departamento del ministerio de Agricultura situado en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria. Las carpas se reprodujeron tan velozmente que muy pronto abarrotaron el gran estanque a donde fueron depositadas. Su crecimiento fue tan enorme que miles de ellas fueron esparcidas por los ríos de la provincia madrileña. El regalito diplomático fue un engorro. No así un fastuoso modelo de Mercedes Benz, regalo de Hitler a Franco, que se exhibe en un cuartel de la Guardia Real, en El Pardo.
La Embajada de Alemania se hallaba entonces en una enorme manzana que abarcaba desde el arranque de la calle de Goya, por la de Serrano, hasta la de Ayala. El primer tramo de Hermosilla comenzaba a partir de Serrano, no como hoy, desde el paseo de la Castellana, pues este segmento de calle quedaba dentro del recinto diplomático. Precisamente, en el primer trecho de la acera izquierda del Paseo se halla desde entonces la iglesia luterana alemana, una pequeña joya arquitectónica con elementos decorativos neorrománicos y neogóticos. No lejos se encuentra la actual embajada, a cuya vera el instituto Goethe imparte cursos de alemán y ciclos de conferencias y conciertos del máximo nivel.
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