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La Gran Guerra en Barcelona
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tracción de sangre

Los animales de tiro fueron el principal transporte hasta el conflicto mundial

El bebedero de caballos del restaurante El Abrevadero.
El bebedero de caballos del restaurante El Abrevadero.Consuelo Bautista

Pasa por ser un local donde tiran bien la caña, donde tocan tanto el menú creativo como la cena informal, dan buenas tapas en la terraza y buenas raciones en el comedor. Su decoración va por estratos, con añejas fotografías de carros aparcados a la puerta del establecimiento, un fresco del paseo del Born que le da un aire de años cincuenta, y una barra ordenada y seria que recuerda los bares castellanos y vascos, con gente bebiendo tinto en copas. Cuando en 2012 volvió a abrir fue una gran noticia, llevaba ocho años cerrado. Había vuelto un clásico de la restauración local.

El restaurante El Abrevadero nació en la calle Vilà i Vilà, un vecindario proletario habitado por descargadores del puerto que no fue urbanizado completamente hasta mediados del siglo XX. Allí estaba la fundición de Alejandro Wholgemuth, donde se moldeó la base del monumento a Colón. Como el resto de los talleres que se asomaban a sus aceras, ellos también pensaban verse favorecidos por la cercana estación ferroviaria de San Beltrán. En vez de eso, un día se despertaron formando parte del bullicioso Paral·lel. Y surgieron tascas jaraneras como Can Ramon, donde el verdugo jubilado Nicomedes Méndez daba sus peroratas. Los vecinos solían quejarse del ruido que hacían los cinematógrafos y los teatros de la avenida, hasta bien entrada la madrugada. Muchos se fueron al estallar la Gran Guerra, que inundó de dinero y cosmopolitismo el paseo. Gracias a ello, en 1917, donde hubo un taller de mecánica abrió una casa de comidas, que tomó el nombre del aljibe que tenía enfrente. Ese año, Rusia salió de la guerra y los Estados Unidos entraron en ella.

El Paral·lel era el epicentro de la vida pública en los años de la Gran Guerra

El Abrevadero pronto atrajo una parroquia heterogénea de carreteros y fieles a los teatros vecinos. Cerraba tarde y se ganó fama de establecimiento canalla, donde se podía cenar tras la función. Pilones como el de su fachada solían rondar los mercados y las líneas de transporte —tranvías, omnibús o ripperts—, que hasta la Gran Guerra funcionaron mayoritariamente con animales de tiro. Estos bebederos eran como las gasolineras de hoy en día, pues sin agua los caballos y las mulas no se movían. Por las calles transitaban carros de la limpieza y de transporte, los que regaban las calles, los que repartían carbón y los que llevaban personas. Incluso los bomberos y los difuntos viajaban en carricoche, hombres y mercancías se desplazaban con tracción de sangre. Muchas tabernas vivían de estos carreteros, y algunas ponían un aguador en la fachada como reclamo. Aunque en el caso de El Abrevadero, su pilón estaba allí desde mucho antes.

Vilà i Vilà también era una calle de establos, que olía a paja y excrementos equinos. Entre las noticias de prensa que hacen referencia a este lugar figuran varios accidentes en caballerizas y cuadras, o intentos de robo contra la carga de un carruaje. También alojaba unas cocheras de la compañía del tranvía eléctrico —la inglesa Barcelona Tramways—, concretamente de la línea que iba a Can Tunis con paradas en el nuevo cementerio de Montjuïc y en el hipódromo. Sus vehículos se movían con energía de la central térmica La Anónima en la esquina con la calle Carrera. El vecindario transitaba con prudencia por las inmediaciones, pues los incidentes de tráfico eran habituales. Muchos de los clientes de El Abrevadero eran tranviarios, agrupados en el Sindicato Único del Ramo del Transporte.

De política se hablaba jugando al dominó o al billar en el café Español y en el bar Chicago

El Paral·lel era el epicentro de la vida pública en aquella Barcelona. Hombres con las manos encallecidas debatían de política jugando al dominó o al billar en el café Español, en el bar Chicago o en La Tranquilidad. Y seguían discutiendo los domingos en el vecino frontón Barcelona, donde está el bar Stage. Aquel tiempo pasó, y en la posguerra se transformó en un restaurante de cocina abundante y tradicional que atraía a los amos del estraperlo. Sempronio lo designó como “uno de los astros de la gastronomía popular”, un lugar donde se cenaba con todas las de la ley. En 1958 hicieron un esfuerzo y abrieron el hotel Abrevadero, adaptando sus fogones a un comedor de fonda. Así fueron pasando los años hasta que lo renovó y actualizó el cocinero Jordi Vilà —factótum del Alkimia, y desde hace poco del Velódromo y del Moritz—, que lo regentó hasta 2004.

Con la actual dirección el aljibe de piedra sigue en su lugar, aunque con las dos piletas de azulejo tapiadas con cemento. Había otro bebedero (ignoro si aún está) en Consell de Cent esquina con Béjar, y los de las fuentes más antiguas de la ciudad (en la calle Cucurulla y frente a Santa María del Mar). Esta primavera, el ayuntamiento catalogó el de Vila i Vilà y lo declaró Petit Paissatge, con su correspondiente placa.

Sin caballos, ahora El Abrevadero calma la sed exclusivamente a las personas.

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