Epidemia de espionitis
Barcelona, epicentro de los informadores alemanes y del contraespionaje aliado
Desde el primer momento, el estallido de la Gran Guerra provocó una auténtica psicosis. En Inglaterra se dieron ataques contra ciudadanos holandeses o suecos, confundidos con alemanes. Y en el sur de Francia corría el rumor de que los germanos envenenaban las naranjas que llegaban de Valencia. La famosa reportera Carmen de Burgos, a quien le sorprendió el conflicto en un viaje por Europa, estuvo a punto de ser linchada en Hamburgo acusada de espía rusa. La vida de un extranjero era difícil en los países en liza, aunque en lugares como Zurich —y sobre todo Barcelona—, el espionaje pronto se convirtió en una lucrativa profesión que atrajo aventureros de toda clase. Cuentan que en los muelles barceloneses todo el mundo trabajaba para uno u otro bando, frecuentemente para ambos a la vez. Aquella fue una época de frenética actividad portuaria, lo cual explica que los locales de la Barceloneta y sus inmediaciones estuviesen llenos de parroquianos, día y noche. El dinero corría a espuertas, y en la terraza de la Maison Dorée, el Grill Room o el Excelsior se encontraban amigablemente los agentes secretos de los respectivos consulados, como si no pasara nada. Con gran ingenuidad, en 1915 Iván Zúlia escribía en la revista La hormiga de oro: “El espía, el ser más degradado que puede existir, causa males irreparables. Con él no están garantizados ni los secretos íntimos del hogar”.
Ese mismo año llegó a la embajada alemana en Madrid Wilhelm Canaris, con el fin de dirigir una gran red de informadores que tenía su epicentro en la capital catalana. Aquí, tales operaciones estaban al mando del falso barón von Rolland, un hombre sin escrúpulos y gustos caros. El espionaje alemán fue el más activo y el que gastó mayores sumas de dinero, con la distante complicidad de las autoridades locales.
Los agentes secretos
Vicente Blasco Ibáñez explicó sus secretos en una obra monumental y poco conocida, titulada Crónica de la Guerra Europea (en parte editada este año con motivo del centenario). En ella aparece una caricatura del espionaje alemán, representado como un pulpo que extiende sus tentáculos por todo el continente. El mismo autor publicó la novela Mare Nostrum, donde se relata el romance entre una espía alemana y un capitán de barco español. Aunque rozando el melodrama, en aquellos años era un argumento del todo plausible. Pilar Millán Astray trabajó para el servicio germano y espió al embajador británico alojado en el hotel Colón. Clara Bendix actuaba de mensajera entre Alemania y Barcelona. También pasó por aquí la actriz y cantante Elizabeth Bedlington —la Titanesca—, sospechosa de trabajar para los austro-húngaros. Aunque la más famosa fue la bailarina holandesa Mata-Hari, que sopesaba la posibilidad de irse a vivir a Barcelona con el senador Emili Junoy cuando fue atraída con argucias a Francia, donde la fusilaron. En la ciudad circuló el rumor que era amante del escritor Gómez Carrillo, marido de Raquel Meller. Y que fue la cupletista quien la denunció.
Como cuentan Eduardo González Calleja y Paul Aubert en su espléndido libro Nidos de espías, los aliados se establecieron a partir de 1915. El Deuxième Bureau envió a los comisarios Picard y Rolland para dirigir el contraespionaje en Barcelona. A estos se sumaron los británicos del MI-6 dirigidos por Stewart Menzies, y a partir de 1916 los agentes italianos y norteamericanos. Ambos bandos se distinguieron por financiar periódicos y editoriales afines a su causa. Los franceses llegaron a dominar un centenar de diarios de provincias, mientras los alemanes sobornaban a los empleados de Telégrafos. No obstante, fue la prensa la que destapó a partir de 1918 estos casos de corrupción, como el del capitán del puerto de Palamós, Ramón Regalado, o el de los agentes franceses del Tibidabo.
Los dos bandos de
El más sonado fue el caso de Manuel Bravo Portillo, jefe de la policía política barcelonesa. La noticia saltó tras los asesinatos del industrial Josep Albert Barret y del sindicalista Pau Sabater. Lo destapó el periódico Solidaridad Obrera, a raíz de ello se supo que trabajaba para los alemanes y había organizado una agencia de asesinos al servicio de la patronal. Las mismas acusaciones circularon contra Francisco Martorell y Ramón Carbonell, dos comisarios a sueldo de los aliados.
El espionaje saltó a todos los rotativos y fue uno de los temas recurrentes de conversación a lo largo de 1918. El gobierno promulgó la Ley contra el Espionaje, cuyo único objetivo fue limitar la libertad de prensa. En consecuencia, Bravo Portillo fue eliminado por los anarquistas en 1919 y sustituido por el falso barón de König, un agente doble que se ocupó de dirigir la banda de asesinos de su predecesor durante el Pistolerismo, esta vez contra las organizaciones obreras.
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