Oigo visiones
No sé qué pensar de Baly, la ballena hinchable que encabeza el desfile de la Gran Vía. Y es raro, porque yo suelo saber qué pensar sobre la mayoría de las cosas. Luego me equivoco mucho, claro, como todos los que arriesgamos opinión, pero no por eso voy a convertirme en una tibia de esas de “No sabe. No contesta”. Al contrario, yo soy más de las de “No sabe, pero no hay quien la calle y dice unas chorradas monumentales”. Y precisamente por eso me choca mi indefinición con respecto a Baly. Podría parecer que me intimidan sus doce metros de largo y cinco de diámetro. Pero no, no son sus dimensiones, ¡lo que me asusta es la visión de su incomprensible familia, los tejemanejes sexuales que se adivinan tras esa apariencia de parentela felicísima!
Leon Tolstoi decía al comienzo de Ana Karenina que “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Vale, sí, buena frase. Pero, ¿qué pensaría Leon sobre una familia compuesta por la madre ballena, un marido pulpo y dos hijos, un besugo y un chicharro? ¿Qué diría de ese galimatías genético incomprensible para cualquiera? Fijo que le daba que pensar. Pues bien, con eso lidian los niños bilbaínos cada año. Criaturitas. Luego crecerán, empezarán a drogarse como locos y nos preguntaremos por qué. Como si no lo supiéramos. Como si no fuera fácil adivinarlo.
Este año Baly y sus parientes, no contentos con pasear entre los críos tirándoles agua, confetis, humo y arroz y poniendo todo perdido a su paso, han incorporado a su marcha todo tipo de ritmos, desde las cuarenta voces mixtas del Orfeón San Antón, que cantan subidos a una camioneta, hasta unas marionetas que tocan la trikitrixa, la alboka y el pandero junto a txalapartaris gigantes. A ellos se les han sumado las bandas municipales y las músicas afrobrasileñas de otro grupo, cerrando el desfile una Banda de Gaitas de Orense, por lo que es fácil imaginar el cacao morrocotudo que se organiza en los oídos de cualquiera.
Ayer un niño gritó a mi lado, con voz enloquecida, mientras miraba el desfile de carrozas: “¡Oigo visiones!” Supuse que era una alucinación producida por el surrealismo del espectáculo, pero sus padres me explicaron que les ocurría lo mismo a ellos desde que vivían en el Casco Viejo y pasaban nueve días escuchando música hevigaga las veinticuatro horas seguidas. Los pobres tenían unas ojeras como un oso panda. Y es que hay cosas mucho peores que la visión de Baly. La vida es muy dura para algunos. Que Marijaia les ampare.
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