Lo que el ojo no ve del románico
El Museo Episcopal de Vic explica cómo pintaban los artistas de hace mil años
El baldaquín de Ribes es una de las pinturas realizada sobre madera (de pino rojo) más antiguas conservadas en Cataluña. Creada en el Taller de Ripoll en el primer cuarto del siglo XII, reproduce la gloria de Jesús acompañado por su ejército celestial de ángeles y arcángeles. Está considerada la obra maestra de la pintura románica catalana sobre madera, pese a que solo se conserva el 60%.
Hasta ahora, el análisis de esta pintura se limitaba a lo que podía verse y resaltaba su equilibrada composición y su riqueza de colorido, pero el análisis mediante técnicas de imagen como la reflectografía, fluorescencia o radiografía de rayos X, además de los análisis químicos realizado en el laboratorio, permiten ver lo que el ojo no puede ver y comprobar que esta pequeña tabla de 157 centímetros de largo por 80 de alto, es “la mejor pintura en madera del mundo” tal y como asegura la conservadora del Museo Episcopal de Vic, Judit Verdaguer y comisaria de la exposición Pintar hace mil años. Los colores del románico. Abierta en el MEV hasta diciembre, presenta el trabajo innovador realizado durante tres años sobre el baldaquín y otras tres obras románicas que se conservan en el museo: los frontales de altar de Sant Vicenç de Espinelves, Sant Martí de Puigbó y Santa Maria de Lluçà, en la que se explica cómo se obtenían los pigmentos de plantas, minerales o animales, los barnices y las técnicas que se utilizaron para crear las obras hace mil años.
El uso de lapislázuli y aceite de linaza hacen al baldaquín de Ribes excepcional
“Hay que huir de la idea de que el románico es sobrio y equilibrado, y recordar que las iglesias estaban completamente pintadas de colores fuerte y chillones con la intención de impactar a los fieles y atraer a la devoción”, explica Verdaguer. “En el baldaquín no solo se emplea un material auténticamente de lujo cómo es el lapislázuli que se compraba solo en Afganistán, un pigmento que costaba tres veces su peso en oro, sino que era muy complicado trabajarlo, demostrando que el artista que lo empleaba era un auténtico alquimista”, señala la comisaria.
Sorprende ver la enorme superficie en la que se emplea este material en el baldaquín de Ribes, tras explicar Verdaguer que el azul que vemos en la pintura mural, como en el caso de Sant Climent de Taüll, en realidad está creado a partir de aerenita, “el azul catalán”, que se obtenía en los Pirineos, y “que era mucho más barato y fácil de conseguir”. Por si fuera poco, el artista que creó el baldaquín con la intención de proteger y poner de relieve el altar de la iglesia, utilizó por primera vez como aglutinante de la pintura el aceite de linaza, y no la yema de huevo, con la que consiguió unas transparencias que convierten a la pintura en pionera.
Otro material que sorprende encontrar en estas pinturas es el oro, o su imitación, como ocurre en el frontal de altar de Lluçà, en el que también se ha encontrado un colorante, el azul índigo, que solo se extrae de un arbusto de la India (con el que se sigue tiñendo la tela de los tejanos), o el carmín que se obtenía del quermes, un insecto del cual había que triturar un kilo para obtener dos gramos de colorante, que demuestra que los artistas del románico no se conformaban con lo que tenía a su alrededor para crear sus obras.
“Utilizar materiales de lujo era una ofrenda a Dios, pero también una muestra de ostentación de los aristócratas o eclesiásticos que pagaban la obra”, prosigue Verdaguer. Algo que contrasta con el anonimato que rodea a todos los artistas que las crearon. “La mayoría no están firmadas, son obras anónimas por voluntad propia, porque los artistas, siempre en un entorno catedralicio o de importantes monasterios, no buscaban protagonismo, era por devoción y su mérito era conocer las técnicas para poder crear las obras”, apunta Verdaguer.
En el frontal de Sant Martí de Puigbó, la riqueza de la obra proviene, no solo por el empleo también de lapislázuli, que también, sino de la maestría y virtuosismo del artista. “La mejor por estilo y técnica”, añade la comisaria. Los artistas medievales también producían colores de forma sintética, mediante la alquimia, ante la imposibilidad de obtener pigmentos naturales por su rareza o alto coste y por el hecho de que preferían los colores vivos e intensos que los pigmentos minerales no les proporcionaban. Normalmente conseguían el rojo a partir del cinabrio que se obtenía de forma natural, pero también tenían conocimientos para crear el bermellón mezclando el azufre y el mercurio. El blanco lo conseguían de forma artificial a través del blanco de plomo que se utilizó de forma excepcional en la preparación del frontal de Sant Vicenç de Espinelves en vez del yeso como era habitual, tal y como ha puesto de manifiesto los análisis de imagen a que han sido sometidas las cuatro obras. En el caso del amarillo lo obtenían a partir del oropimente, altamente tóxico, pero que no dudaban en moler y disolver en aglutinante para que acabara dando el brillo del oro que tanto les gustaba y se asociaba con la luz de Dios. “Está claro que los artistas de hace mil años dominaban la materia y la técnica”, remacha Verdaguer.
La Universitat Autónoma de Barcelona y el MEV, que junto al Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) conservan la mejor colección de pinturas sobre madera del mundo, participan en el proyecto Magistri Cataloniae en el que se estudian las obras y los artistas medievales, que, como las cuatro que expone el MEV se produjeron en torno a la catedral de la Seu d’Urgell, Ripoll y Vic por artistas anónimos de los que no sabemos sus nombres ni sus biografías, pero que tras esta didáctica exposición, conocemos mejor.
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