Adiós a los viejos parámetros de la melodía
Padre e hijo ponen en común su pasión por la música ‘ambient’ en un viaje que requiere concentración para descubrir sus muchos encantos
La historia de la música popular es generosa en alianzas fraternales, a veces con ingrediente cainita (los Davies, los Gallagher), pero los encuentros paternofiliales resultan más infrecuentes, incluso aunque Ben Harper acabe de grabar un disco con su mamá para llevarnos la contraria. La entente que integran el productor Suso Saiz y su vástago resulta manifiestamente armónica: lo intuíamos por sus movimientos respectivos y confluencias puntuales (acompañando a Cristina Lliso, por ejemplo), pero pudimos refrendarlo ayer, mientras el sol lanzaba sus últimos zarpazos, sobre la terraza de La Casa Encendida. Ignoramos si Emilio atravesaría en su momento por la fase freudiana de matar al padre, pero aun en ese supuesto la ha superado con creces. El consanguíneo dúo se articula en torno a un lenguaje clamorosamente común: la familia que crece al calor de los vinilos de King Crimson, Harold Budd, David Sylvian o Radiohead permanece unida.
Los Saiz son dos marcianos maravillosos a los que el templo para modernos de la Ronda de Valencia les viene al pelo, por mucho que someterse a un baño incruento de sol resulte poco hipster y las gafas oscuras dificulten el recuento de molduras de pasta. En su propuesta compartida, casi tan importantes como sus respectivas guitarras son las abultadas pedaleras. Cualquier nota tenue es susceptible de ser extendida, multiplicada, estremecida. Los diez primeros minutos del dúo son paisajes planeantes sin movimiento armónico, música ambient que requiere de un acercamiento no convencional: las texturas y las sensaciones importan mucho más que los viejos parámetros de la melodía acompañada, como ya nos enseñó en su día Brian Eno con Music for airports. La concentración, en ese sentido, resulta esencial también en la relación entre oficiante y oyente. Los Saiz, hechiceros cualificados, logran un respeto sepulcral salvo por el triste espectáculo de un tipo que, quizás estimulado en demasía con antelación, se despanzurraba, gateaba o reía junto al lateral derecho del escenario.
El material que reunía a padre e hijo sobre la azotea (45 minutos sin interrupciones) era radicalmente inédito, carece por ahora de títulos parciales o globales e incluye pasajes con un elevado índice de improvisación. ¿Inescrutable? No tanto, si admitimos un cierto nivel de exigencia para el espectador, que deberá desentrañar capas sonoras en lugar de punteos. El segundo movimiento, guiado por un latido de percusión, ofrece una cierta progresión armónica predefinida, mientras que en la tercera parte aflora el exquisito gusto de Emilio por los arpegiados alucinógenos, un poco a la manera de otro lunático de las seis cuerdas como Daniel Lanois.
La cosa se pone incluso entretenida (que no parecía el adjetivo más evidente para emplear en estas ocasiones) cuando el padre se levanta y va generando estupendos patrones rítmicos mientras su primogénito se divierte siguiéndole la corriente. Para el final quedan esos detalles divertidos de la música experimental: las tres o cuatro deserciones en un patio abarrotado, el largo silencio al final de la obra (porque cuesta tener la certeza de que ya ha finalizado) o esos aplausos tímidos y dislocados, puesto que nadie sabe si en estos casos se piden bises, o incluso si apetecen. Suso Saiz concedió cinco minutos de propina mientras Emilio disfrutaba de la cerveza entre el público. Y nuestro Nigel Godrich peninsular aprovechó para sacar a relucir sus hypnotics característicos, esos arpegios lentos, con efectos y reverberación, para ponerle música a la caída del astro rey. No estábamos en el Café del Mar, pero es lo que hay. Y tenía mucho encanto.
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