Unos abuelos más que venerables
Los Chicos de la Playa reivindican su condición de viejas glorias demostrando un estado de forma asombroso para unos hombres septuagenarios
Inmersos en el latoso debate, no exento de morbo necrófilo, sobre si la reciente gira de los Rolling Stones será la última, tendemos a olvidarnos de que la longevidad musical no es patrimonio exclusivo de los autores de Tumbling dice. Ahí estaban esta noche los Beach Boys (53 años en activo) para recordárselo a los 1.500 asistentes a su concierto en el Botánico complutense, una demostración de amor propio que dejaría boquiabiertos a muchos veinteañeros insolentes. La vista nos mostraba a unos caballeros entrados en años, ligeramente encorvados, más bien cómicos en sus torpes pasitos de baile. Pero nuestros pabellones auditivos percibían unas armonías vocales, a cuatro y cinco voces, como ninguna de las excelencias de lo que ahora llaman americana podría emular.
Fueron 40 canciones, cuatro decenas, a lo largo de una fiesta extrañamente nostálgica. Extraña porque a no pocos espectadores les vendrían a la memoria sus años mozos, pero otros que aún no han sufrido la devastación biológica descubrirían, pasmados, que Darlin’ data de 1967 y ni Jeff Tweedy o Gary Louris podrían cambiarle una nota. O que California girls, dos años más veterana, incluía ya esas progresiones armónicas tan asombrosas que a Lennon y McCartney no les quedó más remedio que ponerse las pilas y contraatacar con un tal Sargento Pimienta. Tal vez la historia les resulte familiar.
De acuerdo, de los (ejem) Chicos originales solo queda Mike Love, con Bruce Johnston como escolta con muchos sexenios cotizados. Y ambos, tocados con gorritas de guiris en el centro del escenario, parecían turistas que quizás practicasen su precario castellano para pedir un-pincho-de-tortilla-por-favor en la Cava Baja. Podemos ponernos chistosos, sí. Las imágenes de surfistas en la pantalla gigante son evidentes y horteras. La permanente sublimación del binomio coches y chicas engrandece el tópico casposo del que Paddy McAloon se burló como nadie. Las piezas más añejas y playeras (Catch the wind, Surf city, Surfin’ safari) parecen ideales para amenizar un sarao neoliberal en la sierra de Guadarrama. Lo de los teléfonos en modo linterna para Surfer girl no tiene nombre. Y sí, a Pablo Iglesias se le erizaría hasta el último pelo de la coleta. Todo lo que quieran. Pero suena When I grow up (to be a man) y no queda más remedio que claudicar. Porque la parte central del repertorio recorre algunas de las mejores páginas que ha conocido la historia de la música popular.
Olviden el detalle de que California girls se adereza con una imagen de la península ibérica coloreada de rojo y gualda. Vayamos a lo trascendental, y ahí nos encontramos con Don’t worry baby, Wouldn’t it be nice, la fascinación incrementada a cada vuelta de Sloop Johnny B, el reciente objeto de culto en que se ha convertido Wild honey. Asombrémonos con el aroma a viejo blues rural de Cottonfields. Repasemos entre lágrimas God only knows, para la que el hoy septeto recupera la voz original del añorado Carl Wilson. Y descubramos que Mike Love, ese teórico usurero sin escrúpulos que retratan los incondicionales de Brian Wilson, le escribió hace unos meses una muy apreciable canción de amor a George Harrison, Pisces brothers. Era obligado contarlo todo: también que unos abuelos venerables pueden ponernos, a ratos, los pelos de punta.
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