Orgullo madrileño
Dos millones de visitantes convierten este fin de semana a la ciudad en la Meca de la comunidad Gay. Días para la celebración y la reivindicación
Este será el quinto año que Per Bang Thomsen, un danés que no hace tanto que inauguró la treintena, vuele a Madrid desde Copenhague para participar en la edición local del Orgullo LGTB. Lo hace, explica, solo para mirar. “No soy muy de desplegar mi sexualidad, pero el Orgullo aquí es tan receptivo, tan divertido, que vale la pena solo estar. Aprovechando la excusa, me junto con amigos de toda Europa”, razona, rectísimo y rubísimo, antes de dar con el meollo del asunto: “Al fin y al cabo, esto es un poco una atracción turística”.
No es el único que define así el evento más social del verano madrileño. Juan Carlos Alonso, coordinador general de Madrid Orgullo, ya lo había tildado esta semana de “las fiestas de Madrid” al presentar las cifras —110 millones en beneficios para la ciudad, ocupación hotelera del 100%, dos millones de participantes— que avalan el vigor multitudinario y comercial de esta reivindicación de derechos vestida de fiesta.
A su manera, Per es un elemento más de la foto que da la manifestación del Orgullo de Madrid, esa imagen intercambiable con las de años anteriores. La calle de turno, repleta de gente. Pancartas, purpurina y pectorales. Cabalgatas, sol y arcoíris. Como imagen, efectivamente, la representación viva de una atracción. Como definición del Orgullo, es incompleta. Se escurre de ella uno de sus componentes más certeros: el poder que ejerce entre sus participantes, los gais, lesbianas, transexuales y bisexuales a los que alude. “El Orgullo es para los gais como la Navidad para los creyentes: la parte privada y personal es tan importante como la colectiva”, explica Olga de Dios, activista y autora del libro infantil Monstruo rosa. Como toda liturgia, el Orgullo puede magnificar sentimientos. “Pero además, te presenta otro mundo: si eres homosexual te hace sentir acompañado, te valida, te hace estar cómodo en la otredad. Le da una cara al estar con los tuyos. Suena a pequeño pero en realidad es tremendo”, opina Frédéric Martel, el sociólogo francés que estudió en Gay (Taurus) las dinámicas de los colectivos homosexuales en todo el mundo.
De lo que parece pequeño pero resulta tremendo está hecho el ADN de esta celebración. En los cinco años que Per ha estado acudiendo al Orgullo ha podido ver grandes momentos invisibles a su alrededor. Momentos de épica intimidad, de trascendental cotidianeidad. Amistades forjadas o derrumbadas; amores efímeros; relaciones testadas; miedos que se evaporan y demás elementos del género biográfico. Es el Orgullo que nadie cuenta. Por fechas, por ejemplo, el danés no debía andar muy lejos de Cibeles aquel día de 2010 en el que Mara, lesbiana de 39 años, llevó a su hija, Ruth, de uno, a su primer orgullo. Esta camarera considera que fue uno de los puntos álgidos de su existencia. “No era solo estar con los míos, mostrarme contenta de mi identidad al mundo como siempre. Era que lo estaba haciendo ante los ojos de mi hija. Orgullosa, madre, mujer y guerrera, por fin”, explica.
También pudo haberse cruzado, en 2012, con Mario, un editor de libros que entonces tenía 28 años y se sentía aplastado por su soledad y una ruptura sentimental. Lo hubiera visto bebiendo —“algo tenso”—, reconoce riéndose por primera vez en meses con un grupo de personas que había conocido hacía semanas. “Esta gente que me estaba descubriendo que no todo estaba perdido: ellos, rodeados de opciones mejores o más musculadas al menos, que yo, y ahí se quedaron, conmigo, en comunión”. Asegura que estas amistades aún perduran.
Maribel, una mujer transexual, tenía 53 años y el cuerpo de un hombre en 2010, cuando decidió salir del armario y darse al activismo. “Estuve con las pancartas”, explica hoy, aún a la espera de poder operarse. “Decir que me emocionó es poco. Me empoderó”. Historias así hay mil: Guillermo, también de 26, diseñador gráfico, recuerda de 2004: “El año en el que salí del armario colaboré con una de las cabalgatas. Vinieron a ayudarme mi madre y mi hermana. Y ahí subidas se quedaron cuando empezó la marcha, encantadas de conocerse, rodeadas de lo mejor de cada casa y formando de parte de ese mundo adonde, supe entonces, no iba a entrar yo solo”. Mateo, de 23, aún recuerda cuando vio la marcha por primera vez: era 2007, el año en el que tuvo su primera experiencia homosexual, y estaba dando un paseo por Sol. Huyó en dirección contraria. El sentimiento no es el único motor de fondo que mueve al Orgullo. También están los conflictos irresolubles. Los choques con el Ayuntamiento, por ejemplo. O la muy sentida guerra por el nombre, Orgullo Gay cuando debería Orgullo LGTB (“La sociedad está más preparada para prestar atención a hombres”, masculla De Dios).
O la tensión bicéfala que da tener carácter festivo y reivindicativo a la vez. “Abandoné el Orgullo el día que vi las carrozas comerciales: no habíamos convertido en clientes sodomitas con una buena cuenta corriente”, lamenta Juan, profesor de secundaria. Jorge Batén, que durante 10 años ayudó a organizar las cabalgatas antes de dejar la noche y el mundo gay, lo matiza: “Se ha mercantilizado mucho, pero es un evento gigante y, con la clara falta de apoyo del Ayuntamiento, los intereses privados son cada vez más evidentes”.
No había intereses privados cuando Pablo, de 57 años, se abonó a los Orgullos de los ochenta, aquella marcha marginal y juiciosa que durante años pasó desapercibida. “Ahora es mucha fiesta y, sí, me gustaría participar más. Pero la fiesta es para los jóvenes”. Suele huir del centro los días en el que se celebra el acto pero a veces lo observa, desde su ventana en la plaza del Rey. Donde podría haber visto a Mara con su niño, a Guillermo con su madre, a Mateo con sus amigos o Maribel con su pancarta. O a Per, invisible testigo de todo. Él se sabe de otra estirpe: “Soy de la primera generación de homosexuales que siempre tuvo un Orgullo. Es un buen motivo para sentirse orgulloso”.
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