El batiburrillo anacrónico
La veterana y numerosa formación es capaz de lo mejor y lo peor antes de que la tormenta abortase su concierto del MadGarden Festival
Chicago es una banda mítica a la que quizás le sobren tres décadas de historia. Nada especialmente novedoso, por lo demás: podríamos decir algo parecido de los Rolling Stones, los Who o Pink Floyd, que grabaron tres discos manifiestamente innecesarios después de The wall, pero la decadencia (que se lo pregunten a Del Bosque) forma parte consustancial de la naturaleza humana. Sucede que Chicago no solo siguen en activo, sino que mañana mismo publicarán nuevo álbum, Chicago Now, que hace el número ¡36! de su carrera. Y el tema central, que estrenaron este martes en el Jardín Botánico de la Complutense, sonaba a rock adulto, ensamblado y correctísimo. Mucho peor fue el otro adelanto que nos concedieron, America: escuchando frases como “América somos tú y yo” o “América, donde todo el mundo es libre” entraban ganas de no saber inglés.
La comparecencia de la veterana, venerable y numerosa formación de Illinois fue extraña desde casi cualquier perspectiva. El noneto es ahora mismo tan capaz de lo sublime como de lo ridículo, igual que alterna los arreglos fascinantes de metal con algunos solos de guitarra para desencajar la mandíbula del aburrimiento. Había solo media entrada (unos 900 espectadores) en esta nueva entrega del MadGarden Festival, pero casi todos en las localidades caras. El grupo arbitró un raro descanso de un cuarto de hora porque estaba dispuesto a entregar un concierto especialmente profuso. Y en esas, mientras sonaba la almibaradísima Hard habit to break, se desató la gran tormenta, cayeron goterones como puños, el público dudaba entre alborotarse o guarecerse y el concierto hubo de darse por finalizado unos tres cuartos de hora antes de lo debido. Nos perdimos, maldita sea, las fantásticas Beginnings, Feeling stronger every day, I’m a man o Saturday in the park, incluso aunque esta última también incluya monserga patriotera.
Chicago es a día de hoy una banda solvente y en buena forma objetiva. Los cantantes alcanzan las mismas notas que grabaron varias décadas atrás y la precisión instrumental resiste la prueba del más sibarita de los metrónomos. Robert Lamm, miembro fundador y compositor ilustre, es un casi septuagenario de maneras irreprochables y voz sencillamente perfecta. Despierta bastante más dudas el bajista Jason Scheff, el hombre que desde 1985 sustituye a Peter Cetera en las piezas más agudas y que combina su dificultosa entonación con guiños más bien risibles al público femenino: el índice extendido, las piernas separadas, una cierta pose de “nena, luego te digo mi número de habitación”. En esa misma tesitura de grandezas y menudencias, el otro cantante principal y miembro fundador, Lee Loughnane, abarca desde el maravilloso Call on me (uno de los dos o tres grandes momentos de la noche) hasta esa balada, Look away, con la que el nivel de azúcar en sangre se dispara a niveles de emergencia sanitaria.
En líneas generales, el repertorio fue fabuloso siempre que superara las cuatro décadas de antigüedad. Fue en aquella franja temporal cuando Lamm, James Pankow, Walter Parazaider y compañía sentaron las seductoras bases del rock con metales. Incluso ahora, esa mágica tripleta de trombón, trompeta y saxo tenor acentúa y colorea cada frase, marca sugerentes cambios de ritmo, transforma compases regulares en irregulares y le saca partido a los préstamos del jazz o la música latina. Escuchar esa larga, enrevesada y vieja suite titulada Ballet for a girl in Buchannon, con el clásico Make me smile como motivo principal, era un completo goce. Pero luego llegarían más baladas de sacarina y, en último extremo, los rayos y los truenos para completar un batiburrillo anacrónico y desconcertante.
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