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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rajoy al desnudo

El presidente es quien queda ahora como el último resistente al cambio, quien no quiere enterarse de los problemas del país

Josep Ramoneda

La operación renovación del régimen, con el cambio en la Jefatura del Estado, ha quedado amortizada a una velocidad sorprendente. Si el gobierno vio, en la sustitución de un monarca cansado y envejecido por otro joven y todavía impoluto, un icono para convencer a los ciudadanos de que los malos tiempos de la crisis han pasado y entramos en una etapa nueva y esperanzadora, la operación ha salido al revés. El cambio de Rey ha puesto en evidencia que el gobierno y la dupla bipartidista están desnudos. Y, en la medida en que uno de los socios del bipolio político (el PSOE) está metido en la faena de la renovación, es el presidente Rajoy el que queda ahora como el último resistente al cambio, que no quiere darse por enterado de los problemas que acechan al país y de su debilidad para afrontarlos, por la pérdida de la legitimidad de ejercicio. Lo que la crisis del PSOE y la abdicación del Rey ocultaron durante unas semanas, ahora está ya en el centro del escenario: el 25-M las campanas también doblaron por el PP.

Cuando las cosas se hacen sin un verdadero proyecto político que las acompañe, con pánicos infundados (la protección de las ceremonias, a costa de violar derechos constitucionales, fue absolutamente desproporcionada e impropia de un régimen democrático) y una penosa desconfianza en la ciudadanía, siempre acaban volviéndose contra sus promotores. Si realmente se quería ritualizar un momento de cambio no se podía programar el acontecimiento de una manera tan conservadora, tan pacata y tan antigua. Ya sé que la vinculación entre Corona y Ejército forma parte esencial del imaginario borbónico, pero ¿era imprescindible que el Rey vistiera uniforme militar en la ceremonia de su proclamación? Nos hemos librado de la misa oficial, de Rouco y de los símbolos religiosos. ¿Por qué no de los símbolos militares que aquí todavía traen malos recuerdos? Este sí habría sido un gesto de renovación. El Rey es el Jefe de los Ejércitos, pero ¿necesita uniforme para afirmar su autoridad? ¿Será que en el inconsciente sigue existiendo un cierto temor reverencial a los militares? De paisano hubiese resultado más simpático.

Más allá de las circunstancias del evento, si a Rajoy no le ha servido de parapeto, es porque los problemas siguen estando ahí y en los discursos y las declaraciones pronunciados estos días no se ha emitido ninguna señal que apuntara a una visión distinta, más realista y, por tanto, más esperanzadora de lo que está ocurriendo. Al contrario, la respuesta de Rajoy ha sido de corte estrictamente electoralista, intentando ganarse a los electores que le han dado la espalda con un guiño a sus bolsillos, mediante una reforma fiscal menos redistributiva que nunca y promesa segura de un mayor deterioro de los servicios públicos básicos.

Para renovar un sistema político deteriorado se necesita voluntad reformista (de la que el PP carece, en la medida en que piensa que vivimos en el mejor de los regímenes posibles) y un sentido que la acompañe. Para ello, y esto interpela a un PSOE en renovación, hay que tener presente cuatro defectos que son ya estructurales. Primero, un bipartidismo impenetrable, que amenaza con un desplazamiento de la política del eje derecha/izquierda al eje élites/pueblo. La situación más propicia para que el populismo, en sus acepciones más peligrosas, se despliegue por las dos partes, unos pretendiendo ganarse al pueblo desde el poder y otros presentándose como encarnación del pueblo. La superación de esta fractura pasa por asumir con todas sus consecuencias la cuestión de la corrupción. Cada vez que el PP responde con el silencio a un nuevo episodio del caso Bárcenas, la brecha crece. Segundo, la falta de autonomía de la política o, si se prefiere, la resignada aceptación del fatalismo económico (no hay alternativa). La democracia se deteriora si la ciudadanía ve que una política distinta es imposible. Si el PSOE no es capaz de proponerla, entrarán otros, con nueva legitimidad. Tercero, el carácter plurinacional de España choca con un sistema rígido en plena recentralización, de modo que la cuestión territorial, y en especial el caso catalán, es un problema de poder, de lucha y reparto del poder. Ya no sirven las viejas claves interpretativas que reducían el catalanismo a un nacionalismo cultural y lingüístico. Cuarto, la desigualdad y la pobreza (siempre acompañada del desprecio a los perdedores y la violencia contra los parias) no son un capricho del buenismo, este latiguillo ideológico con que se intenta descalificar a los que ponen el dedo en la llaga de una sociedad profundamente injusta. Son un factor de atraso y de freno al progreso del país, que requiere acciones prioritarias.

Sobre el reconocimiento de estas cuatro cuestiones es posible reorientar el país por una vía que no sea la del autoritarismo posdemocrático por la que nos viene conduciendo el gobierno del PP desde que llegó.

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