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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La soledad del vecino del fondo

Una nueva forma de hacer política va surgiendo desde la base y los partidos tradicionales se preguntan por qué

Aquí no pasa nada. No hay conflicto, no hay pancartas, no hay drama. Simplemente el vecino del fondo que me llama y me dice: ven a ver esto. Se trata de la Vallensana, un bosque gastado, técnicamente una máquia, que es aquel bosque que ya no sabe regenerarse y que se queda en vegetación bajita, enredada y espinosa. El típico bosque donde los desaprensivos se deshacen de las ruinas de la obra, una bañera o un váter, y otros abandonan los preservativos de un anochecer de jolgorio.

 Yo conocí la Vallensana hace años y entonces escribí en positivo, sorprendida de encontrar tanta naturaleza en el entorno metropolitano más duro, como es el de Montcada i Reixac, donde el desarrollo industrial salvaje implantó una estética de supervivencia que con esfuerzo ha ido mejorando hasta llegar al límite justo de la decencia pero no más.

Definía entonces una regla que dice que, a más desnivel topográfico, mejor conservación del paisaje. Y otra más: si los señores no abandonan el territorio es que la cosa se aguanta. Los dos preceptos se cumplen en la Vallensana, que como es una ladera de la Serralada de Marina sube y baja todo el rato.

Aquí tenía su feudo Juan Ramon Masoliver, uno de esos intelectuales siempre capaces de pactar a la baja con la realidad, sometiéndose, a cambio de volar libre por los terrenos inexplorados del pensamiento y la creación. Murió en 1997 y donó su biblioteca —creo que también la casa— al ayuntamiento de Montcada, lo que es una estimable muestra de fidelidad. Su funeral se celebró en la ermita de Sant Pere de Reixac, desde donde ahora miro el Vallès. El acceso, bosque adentro, no está señalizado, hay que conocerlo. Es una construcción de una insospechada elegancia, que habla de tiempos mejores.

Me cuentan que persiste una pequeña comunidad de monjas, ya muy mayores y muy enjutas, que algún día se extinguirá por ley natural. Frente a la puerta cerrada, porque no son horas de visita, dos muchachos boxean con guantes pero sin un ápice de violencia. Se oye el rumor de la autopista, pertinaz como una sequía, y mi interlocutor —el vecino del fondo— me dice que el rector de Reixac es un hombre sabio, admirado, que se hace escuchar.

Dejo mis recuerdos de la Vallensana y apunto un dato: poco más de la mitad del Vallès es bosque, quién lo diría, y me dispongo a escuchar al vecino. Al salir de Montcada para entrar en la naturaleza me muestra la señal oficial de tránsito que indica que el municipio acaba justo al cruzar el Besòs, como si la Vallensana —que es el Reixac del nombre— no fuera de nadie. En política, los símbolos transmiten verdades: aquí hay indiferencia. Pero es que no se puede cruzar a pie la carretera de la Roca, que es la que une estos municipios con Barcelona: no hay semáforo ni paso, lo que significa que la pequeña población de la Vallensana, cuatro gatos, están aislados de su municipio y los habitantes de Montcada, de sus fuentes, sus caminos y su sombra. No se acaba de entender una barrera tan antipática, tratándose de un espacio natural que lleva la etiqueta de ser “de interés especial”.

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Entramos en el bosque, pues, como quien entra en la trastienda de una realidad y el vecino me señala la maleza, bolas de ramas secas, que parecen esperar una oportunidad para encenderse. Los vecinos temen al fuego como a un fantasma insidioso. De manera que estamos ante un caso de indiferencia, como digo, o de abandono, como dice mi interlocutor, el vecino del fondo, con su casa en un pequeño enclave habitado de la Vallensana, una casa modesta pero mágica, por el ambiente, las fotos, la vida aquí encerrada.

No pide nada para él, pero lo pide todo para el bosque. Me enseña papeles y aparece una larga trayectoria de burocracia, porque el bosque tiene pilas de estudios y planes, y los técnicos están siempre reunidos calculando un nuevo parámetro a punto de aplicarse. La política es una rutina que circula por sus propios carriles. El vecino es ya una persona incómoda porque denuncia la ineficacia. Denuncia cosas como que —pone el papel sobre la mesa— los presupuestos se reparten de manera extraña y un solo municipio del consorcio que gobierna el bosque se ha llevado en los últimos años una parte enorme del dinero, proporción ocho a uno, y nada es ilegal pero todo revela una manera de hacer.

No tiene remedio, es una batalla de sensibilidades. Cuando el municipio convoca una reunión retórica para hablar del bosque, el grupo que encabeza el vecino no es avisado, porque ¿quién querría un incordio en una reunión que no va a decidir nada? Total, que dos macro-discotecas operan en la Vallensana con música atronadora y los jóvenes chalan y los pájaros huyen despavoridos. David contra Goliat, quien se queja es directamente intimidado. Así que aquí no pasa nada, los árboles no votan. Pero una nueva forma de hacer política va surgiendo desde la base y los partidos tradicionales se preguntan por qué.

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