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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Independencia y república

Hay palabras como banderas, que apelan a las emociones y a las creencias, y sugieren el derecho a optar por una de ella

Lluís Bassets

Valen más por lo que sugieren que por lo que directamente significan. Son palabras que ondean como banderas. Dirigidas a la emoción más que la inteligencia. Cuando se exhiben ante las gentes, el pueblo, poco sirven los argumentos. Al igual que sucede con los símbolos religiosos, su exhibición enciende la fe de los creyentes. Precisamente porque son palabras-bandera encuentran su mejor expresión en las banderas. Ahí están la tricolor y la estelada para significarlas.

El problema de las palabras-bandera es que en algún momento requieren algo más de concreción. Y eso no es precisamente lo que interesa cuando se izan para arremolinar a los ciudadanos alrededor del mástil. Hay muchas formas de Estado y mucho sistemas políticos como para dar por buena toda república y toda independencia. Solo una mentalidad fundamentalista, asimilable al fanatismo religioso, prefiere por encima de todo cualquier república, aunque sea autoritaria, y cualquier independencia, aunque sea sin libertades.

Las banderas sirven para ser alzadas. Convocan, reúnen y orientan. Dirigen luego la marcha de las masas por las avenidas de la historia. Y poco más. Es lo que hacen los conceptos de república y de independencia. El ondear exitoso de ahora de la bandera republicana no se explica sin la crisis económica, la corrupción política, los seis millones de parados, los desahucios, los recortes sociales y el anquilosamiento del sistema constitucional, incluida la pérdida de prestigio e imagen de Juan Carlos I y su familia. El viento que hace ondear la estelada lo levantan esas mismas circunstancias, junto a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, las campañas anticatalanas del PP o la regresión recentralizadora. Frente a una realidad desagradable, la república y la independencia pertenecen al reino de la ideas puras: la belleza, el bien y la verdad. Concentran y expresan una esperanza.

Las banderas son también signos polémicos. Pensadas en su origen para la guerra, identifican y orientan en el combate. Significan en lo que se diferencian. Y su capacidad de diferencia es lo que las hace funcionales. Sin monarquía no hay república. Sin unidad española no hay independencia. Frente a la roja y gualda que ha engalanado tan profusamente las calles del centro de Madrid, el morado republicano por un lado y la estrella independentista por la otra. Constitución, integridad territorial y monarquía vienen significadas por la bandera roja y amarilla, al igual que las otras dos cada una por su lado impugnan o interrogan dichos tres términos.

En democracia, por descontado, cuando una bandera ondea frente a otra apela a la libertad de elección. Al derecho a decidir. ¿No es eso la democracia? Elegir entre dos banderas, dos ideas, dos partidos. ¿Habrá algo más fácil? ¿Quién puede oponerse?

Las banderas no se negocian. Identifican a cada una de las partes pero no entran en el cambalache. Eso es lo que sucede con las ideas de república y de independencia. A quienes las siguen como a una bandera solo les interesa la batalla en la que se enfrentarán y medirán sus fuerzas respectivas. Prefieren la dignidad de la derrota a la humillación de una tregua infinita que les impide pronunciarse. Y mucho menos un empate o pacto establecido de antemano sin entrar en combate.

Esas dos banderas antiguas se funden aparentemente en su oposición a la rojigualda y en su apelación al derecho a decidir. En movimiento, parecen incluso aliadas, porque se refuerzan mutuamente. Pero no es seguro que lo sean. La universalización del derecho a decidir diluye el derecho a decidir. Además, la independencia puede darse con monarquía, y así es cómo pudiera ser el caso en Escocia; y la república también puede ser unitaria y centralista.

Ambas apelan a una democracia primigenia, pura, anterior o por encima de la Constitución. Nadie sabe cómo funciona ni en qué se fundamenta tal sistema angelical, si no es a partir de una ruptura con el actual sistema de democracia parlamentaria. Extraña paradoja: la constitución, la de mayor vigencia de la historia de España, también la más fructífera, fue fruto del acuerdo, la ruptura pactada; pero ahora hay quien quiere una ruptura con la legalidad y sin pacto con la democracia española, para profundizar al parecer en la democracia. Es fácil augurar que tal operación pudiera dar un resultado de menos democracia.

Democracia sin regla de juego no es democracia. Tampoco es democracia una regla de juego ciega y sorda que no admite el cambio. La democracia debe permitir canjear la monarquía por la república o la unión por la separación, como también la república parlamentaria por la república presidencialista, el Estado de las autonomías por el estado federal o tener a la vez república e independencia. Pero son operaciones excepcionales y únicas que requieren tiempo y paciencia. No pueden hacerse a empujones, con rupturas de la legalidad, al ritmo de la calle y sin amplias y prolongadas mayorías parlamentarias soberanas. Estamos en Europa y aquí los grandes cambios no son fruto de circunstancias excepcionales o volátiles, con una crisis devastadora de por medio, sino que se cocinan a fuego lento y luego se sirven con calma y respeto.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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